PERDICES ASADAS
Bajando
la Cuesta del Agua Amarga y torciendo a la derecha al callejón de las Tres
Perdices, se llegaba a la plaza de la Custodia desde donde se podía ver el río
Tajo, oír su ronca respiración y oler su cuerpo limpio. Descendiendo trece
escalones, entrando en la tortuosa y empedrada cuesta de la Muerte, saltando
unas piedras y cruzando unos arbustos bajos y espinosos se llegaba a la orilla,
donde una arena verde y apelmazada, con olor a cieno y a peces, encarcelaba al
agua. A la izquierda, reflejada en la corriente, se levantaba la casa de don
Illán: grande, pesada, cuadrada, sólida, de ladrillo ocre, fachadas cerradas, con
dos únicas ventanas mirando al río, torre semicircular, como un barco con la
proa sumergida dentro del agua, en la que el Mago tenía sus habitaciones
secretas. El jardín tenía doce álamos, ocho cipreses, parcelas de verde y
plata, rojo, amarillo y rosa; una pequeña huerta y, en el medio, una enorme
jaula en forma de hórreo con perdices. En la otra orilla y frente al caserón de
don Illán se levantaba la ermita de Nuestra Señora de Borges, rematada su
humilde espadaña por una inmensa cruz.
la Cuesta del Agua Amarga y torciendo a la derecha al callejón de las Tres
Perdices, se llegaba a la plaza de la Custodia desde donde se podía ver el río
Tajo, oír su ronca respiración y oler su cuerpo limpio. Descendiendo trece
escalones, entrando en la tortuosa y empedrada cuesta de la Muerte, saltando
unas piedras y cruzando unos arbustos bajos y espinosos se llegaba a la orilla,
donde una arena verde y apelmazada, con olor a cieno y a peces, encarcelaba al
agua. A la izquierda, reflejada en la corriente, se levantaba la casa de don
Illán: grande, pesada, cuadrada, sólida, de ladrillo ocre, fachadas cerradas, con
dos únicas ventanas mirando al río, torre semicircular, como un barco con la
proa sumergida dentro del agua, en la que el Mago tenía sus habitaciones
secretas. El jardín tenía doce álamos, ocho cipreses, parcelas de verde y
plata, rojo, amarillo y rosa; una pequeña huerta y, en el medio, una enorme
jaula en forma de hórreo con perdices. En la otra orilla y frente al caserón de
don Illán se levantaba la ermita de Nuestra Señora de Borges, rematada su
humilde espadaña por una inmensa cruz.
Agobiada y circundada por el Tajo, la
ciudad, un sofoco de casas apiladas unas contra otras, se asentaba sobre siete
colinas en las cuales se erguían de derecha a izquierda, la Catedral, el
Alcázar, el Palacio Arzobispal, la Iglesia de Santo Tomé, la Posada de la Hermandad,
el Palacio del conde de Benavente y el caserón de la Inquisición, muy próximo
al Tajo.
ciudad, un sofoco de casas apiladas unas contra otras, se asentaba sobre siete
colinas en las cuales se erguían de derecha a izquierda, la Catedral, el
Alcázar, el Palacio Arzobispal, la Iglesia de Santo Tomé, la Posada de la Hermandad,
el Palacio del conde de Benavente y el caserón de la Inquisición, muy próximo
al Tajo.
Cuando Carlos I estuvo en La Coruña,
fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde, que había estudiado en la
universidad de Salamanca y era deán de la catedral de Santiago, fue nombrado su
confesor y capellán real. Era fray Jesús un hombre de ojos vivísimos, luminosos
y labios carnosos, frente ancha e ideas brillantes, astuto y orador elocuente.
Se decía, pero nadie lo podía confirmar, que era aficionado a la magia y que
tenía poderes. Oyendo el castellano oscuro, casi ininteligible, de marcado
acento extranjero del monarca, al confesor le costaba entender la retahíla de
los pecados reales, que siempre giraban sobre el mismo tema. El rey era
absuelto, una y otra vez, de haberse acostado o bien con una lavandera, o con
la hija de su barbero, o con una princesa, o con dos (a veces tres) damas
francesas del séquito de la reina y, en contadas ocasiones, de haber tenido
oscuros pensamientos al reparar en el hermoso perfil de un mozo poeta
castellano a su servicio. (Años más tarde volvería a sentir, al releer los
versos del poeta una tarde de verano, el mismo sobresalto en la soledad de
Yuste, y aunque comprendió su significado ya era demasiado tarde.)
fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde, que había estudiado en la
universidad de Salamanca y era deán de la catedral de Santiago, fue nombrado su
confesor y capellán real. Era fray Jesús un hombre de ojos vivísimos, luminosos
y labios carnosos, frente ancha e ideas brillantes, astuto y orador elocuente.
Se decía, pero nadie lo podía confirmar, que era aficionado a la magia y que
tenía poderes. Oyendo el castellano oscuro, casi ininteligible, de marcado
acento extranjero del monarca, al confesor le costaba entender la retahíla de
los pecados reales, que siempre giraban sobre el mismo tema. El rey era
absuelto, una y otra vez, de haberse acostado o bien con una lavandera, o con
la hija de su barbero, o con una princesa, o con dos (a veces tres) damas
francesas del séquito de la reina y, en contadas ocasiones, de haber tenido
oscuros pensamientos al reparar en el hermoso perfil de un mozo poeta
castellano a su servicio. (Años más tarde volvería a sentir, al releer los
versos del poeta una tarde de verano, el mismo sobresalto en la soledad de
Yuste, y aunque comprendió su significado ya era demasiado tarde.)
El emperador, a instancias del
cardenal Tavera, nombró Gran Inquisidor al deán de Santiago y éste se trasladó
a Toledo. Al llegar a la ciudad imperial su primera visita, después de
cumplimentar al rey y al cardenal Tavera, fue para don Illán. Llegó de noche;
no era propio de un inquisidor visitar a un mago. Se paró a respirar en la
plaza de la Custodia; se sentía viejo y cansado y ahora más que nunca -pensó-
necesitaba vivir, para poder mandar herejes a la hoguera. Acostumbrado a la
humedad de Santiago, el clima seco y áspero de Toledo le resecaba la garganta,
naciéndole en el pecho un galope que le ahogaba. Miró al río, que era una cinta
negra con reflejos lunares, y respiró hondo. Cuando las campanas de la catedral
daban las diez y el deán iba a hacer sonar el aldabón de la puerta de la casa
mágica, aquélla se abrió y el brujo le invitó a pasar. El deán de Santiago,
distante, frío y autoritario, saludó a don Illán; éste, al doblar levemente la
cabeza, sintió un escalofrío. Vidrios azules le salpicaron su cerebro.
cardenal Tavera, nombró Gran Inquisidor al deán de Santiago y éste se trasladó
a Toledo. Al llegar a la ciudad imperial su primera visita, después de
cumplimentar al rey y al cardenal Tavera, fue para don Illán. Llegó de noche;
no era propio de un inquisidor visitar a un mago. Se paró a respirar en la
plaza de la Custodia; se sentía viejo y cansado y ahora más que nunca -pensó-
necesitaba vivir, para poder mandar herejes a la hoguera. Acostumbrado a la
humedad de Santiago, el clima seco y áspero de Toledo le resecaba la garganta,
naciéndole en el pecho un galope que le ahogaba. Miró al río, que era una cinta
negra con reflejos lunares, y respiró hondo. Cuando las campanas de la catedral
daban las diez y el deán iba a hacer sonar el aldabón de la puerta de la casa
mágica, aquélla se abrió y el brujo le invitó a pasar. El deán de Santiago,
distante, frío y autoritario, saludó a don Illán; éste, al doblar levemente la
cabeza, sintió un escalofrío. Vidrios azules le salpicaron su cerebro.
Bajaron a las habitaciones secretas
arropadas por el Tajo. Sus pasos resonaban. La humedad era una sábana verde que
colgaba del aire. Hablaron. Al pedirle el Gran Inquisidor, bruscamente, la
fórmula de la eterna juventud, el mago comprendió que el deán de Santiago venía
en plan de guerra y se declaraba su enemigo. En el tablero del ajedrez de la
noche y el alba jugaron la última partida. Amanecía cuando el brujo echó al
deán de su casa. Al cerrar el portón el deán oyó un mugido lunar, un trueno
líquido de plata y un galopar de muerte. En la catedral de Santiago, las
campanas doblaron a muerto.
arropadas por el Tajo. Sus pasos resonaban. La humedad era una sábana verde que
colgaba del aire. Hablaron. Al pedirle el Gran Inquisidor, bruscamente, la
fórmula de la eterna juventud, el mago comprendió que el deán de Santiago venía
en plan de guerra y se declaraba su enemigo. En el tablero del ajedrez de la
noche y el alba jugaron la última partida. Amanecía cuando el brujo echó al
deán de su casa. Al cerrar el portón el deán oyó un mugido lunar, un trueno
líquido de plata y un galopar de muerte. En la catedral de Santiago, las
campanas doblaron a muerto.
A
pesar de los tapices que cubrían las altas paredes del alcázar, el emperador,
que contemplaba el río y tenía un libro de poemas en sus manos, sentía frío.
Acababa de firmar la ejecución de don Illán que Fray Jesús Jerónimo de
Valdivieso y Vargas Bahamonde le había traído en persona. La muerte del brujo
se llevaría a cabo el día del Corpus Christi, después de la procesión, en un
solemne auto de fe en la Plaza de Zocodover, bajo el Arco de la Sangre.
pesar de los tapices que cubrían las altas paredes del alcázar, el emperador,
que contemplaba el río y tenía un libro de poemas en sus manos, sentía frío.
Acababa de firmar la ejecución de don Illán que Fray Jesús Jerónimo de
Valdivieso y Vargas Bahamonde le había traído en persona. La muerte del brujo
se llevaría a cabo el día del Corpus Christi, después de la procesión, en un
solemne auto de fe en la Plaza de Zocodover, bajo el Arco de la Sangre.
Una hora antes de la ejecución de Don
Illán, cuando la rica custodia de Arfe entraba de regreso en la catedral por la
puerta del Perdón, el sol se apagó, los gallos cantaron, comenzó a llover
torrencialmente, un viento de guerra movió la Campana Gorda de la catedral y su
sonido explotó tímpanos de niños recién nacidos, hizo a los sordos oír, rompió
cristales, derrumbó estatuas y rectificó el curso del río, que se salió de su
cauce. Al desbordarse inundó parte de la ciudad baja y la furia de su corriente
arrasó con el caserón de la Inquisición.
Illán, cuando la rica custodia de Arfe entraba de regreso en la catedral por la
puerta del Perdón, el sol se apagó, los gallos cantaron, comenzó a llover
torrencialmente, un viento de guerra movió la Campana Gorda de la catedral y su
sonido explotó tímpanos de niños recién nacidos, hizo a los sordos oír, rompió
cristales, derrumbó estatuas y rectificó el curso del río, que se salió de su
cauce. Al desbordarse inundó parte de la ciudad baja y la furia de su corriente
arrasó con el caserón de la Inquisición.
El cuerpo del deán de Santiago, Gran
Inquisidor, confesor y capellán real, no se encontró jamás.
Inquisidor, confesor y capellán real, no se encontró jamás.
Revestido con casulla verde y plata,
alba purísima de hilo, manípulo y estola de raso, guantes rojos, báculo y mitra
dorados, presidiendo la gran estancia secreta, embalsamado por el abrazo del
río, peces azules le ciegan su mirada, musgos de silencio le adornan su boca,
algas tejidas por Salicio y Nemoroso le encarcelan sus manos, ángeles de cieno
bautizan su memoria herética. Su deseo de vida eterna se cumplió.
alba purísima de hilo, manípulo y estola de raso, guantes rojos, báculo y mitra
dorados, presidiendo la gran estancia secreta, embalsamado por el abrazo del
río, peces azules le ciegan su mirada, musgos de silencio le adornan su boca,
algas tejidas por Salicio y Nemoroso le encarcelan sus manos, ángeles de cieno
bautizan su memoria herética. Su deseo de vida eterna se cumplió.
Cada noche, el mago se acerca a él y
le ofrece perdices asadas de cena.
le ofrece perdices asadas de cena.
¡Qué relato, Hilario! ¡Qué riqueza de vocabulario y figuras! esos "vidrios azules" Me ha encantado, me has transportado a ese día, hasta me he figurado ver el cambio del curso del río y la fuerza de esa naturaleza que ha hecho desaparecer para siempre al Inquisidor. (soy toledana ya, Hilario, gracias a ti) No me lo perderé en mi viaje a España. Un abrazo.
Muchas gracias, Beatriz. A ver si cuando viajes a España estoy yo y te enseño Toledo. Seria un placer. Te nombro Toledana de Honor en el nombre del Tajo, de don Yllán y del sonido de la Campana Gorda, Amen. 😉
Con los dedos en la nariz.
Y eso? No olvides que eran estofadas. :)¶