Cuadernos de Humo

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EL CARRO DE HENO
Hilario Barrero

                           Para Cayetano Lupeña, que vive a la sombra del monte Anboto

Había esperado hasta hoy porque pensaba que con el dinero que me diera mi familia como regalo de cumpleaños me sería más fácil la huida. Achacando todo lo que habían gastado en la operación y enfermedad de mi hermana mis padres no me dieron una peseta. Solo mi tía Edurne que era la que yo más quería, me regaló una caja de colores que olía a cedro y a madera extranjera que me llevé conmigo. Esperé a que todos se hubieran dormido y fui a la alcoba donde mis padres dormían. Me acerqué a la mesilla, abrí con sigilo el cajón y saqué unas monedas. Cuando iba a salir oí a mi madre que preguntó: – ¿Eres tú, Tano?
Cayetano LupeñaAguanté la respiración. Mi padre dejó de roncar y soltó un chorro de aire que sonó como un gruñido hosco y oscuro. Cuando ya estaba en la puerta de la calle recordé que no me había despedido de mi hermana. Entré en su habitación que olía a morfina y a colonia y allí estaba: inmóvil, luchando en silencio con la muerte. Iluminada por la lámpara de la mesilla que desprendía una luz sucia y gastada parecía muerta: una estatua de mármol yacente y fría, los ojos cerrados y hundidos, los labios resecos y agrietados. Me acerqué a ella y la miré presintiendo que era la última vez que la veía. Se me hizo un nudo en la garganta y noté un ruido destemplado en el corazón. Al salir de la habitación escuché a lo lejos, el ladrido de un perro y doce campanadas en el reloj de la iglesia. Al cruzar el puente me pareció ver el rostro de mi hermana reflejado en el agua.
Lo peor fue cuando después de subir la cuesta, ya en la carretera, volví la cabeza y vi el pueblo en la hondonada. Tenía forma de fusil (mi padre siempre decía que vivíamos en el gatillo) y ahora que estaba iluminado por una luz lenta y plomiza pude distinguir el ayuntamiento, la iglesia y la plaza en la culata y una hilera de luces a lo largo del cañón. No se veía el gatillo. Un fusil que sin pólvora se carcomía de musgo a los pies del monte Amboto. Dudé por un momento y quise regresar. Cerré los ojos y los apreté con fuerza. Un coche me deslumbró y me aparté a la cuneta. Cuando se alejaba iluminó el cartel en grandes letras negras con el nombre del pueblo: Urkuleta. Lo leí en voz alta, me dije, por última vez y al hacerlo me sonó como un tiro en la sien. Comencé a caminar con la noche por toda compañía.
No sentía cansancio, pero si sentí un frío espeso cuando empezó a amanecer. La imagen del pueblo desde lo alto y el primer amanecer a campo abierto se grabaron a sombra y luz en el daguerrotipo de mi sangre. La primera me sirvió, años más tarde, como credencial para ser admitido en la Escuela de San Fernando. La segunda para ganar una beca en el Colegio español en Roma en donde conocí a Alberti.
Al entrar en Ontaeyka, un pueblecito que serpenteaban entre dos montañas, me senté a la puerta de la iglesia y saqué del macuto un jersey, una onza de chocolate, el bloc de dibujo, la caja de colores y comencé a pintar el primer amanecer libre de mi vida. Me sentí tan feliz que hasta las líneas me salían más rectas y los colores me parecían más puros. Rebosaba tanta luz el verde que casi olía a hierba, resaltaba el azul sin nubes como en una anunciación de Fra Angélico, el marrón solidificaba las montanas haciéndolas terrosas y compactas, tan reales que la lámina de papel me pesaba. Hasta el chocolate me supo a gloria. La primera luz penetraba en mis ojos y me bautizaba de una sombra en pecado mortal. Sentí su peso y por un momento se nubló la mañana recién nacida anunciando una tormenta de verano. Pasó una vieja enlutada que me miró diciendo algo que no entendí bien del todo.
– Caín, eso es lo que eres, un Caín. Hasta llevas la marca en la mejilla. 
Hilario BarreroMe parecía domingo. Había como un orden nuevo en el mundo. Un cartel con unos versos de Berceo me indicaron que había llegado a tierras riojanas. Empezaba a atardecer. Sentí unos calambres por los pies y un chasquido en las rodillas. Tenía la boca reseca y me ardía la cabeza. Entré en un bar en San Hilario de Rioja y pedí un bocadillo y un vaso de gaseosa. El camarero, un hombre con ojos sucios, me preguntó que adónde iba. Que qué hacia solo. Que por qué viajaba sin nadie. Salí enseguida y aceleré el paso. A la salida del pueblo, cuando el camino se volvió oscuro, sentí miedo por primera vez y me acordé de mi hermana iluminada por la luz de la lámpara.
Pasé la noche bajo un árbol espeso que olía a tierra húmeda. Puse la mochila de almohada, me acurruqué y aunque estaba muerto de cansancio no podía dormirme. Miré el cielo que me pareció un espejo donde se miraban millones y millones de ojos. Un campo de batalla con un batallón de soldados lejanos con fusiles de plata. Tachuelas de leche clavando la sonrisa de Dios. Respiré hondo y la noche inundó mi pecho con olores nuevos. ¿Cuáles serían mis ojos en ese laberinto de miradas?
Me despertó el ruido de un carro que venía por un camino estrecho y que parecía que arrastrara a la madrugada. Al pasar por mi lado no vi a nadie que lo condujera. Era un carro lleno de heno tirado por una pareja de bueyes negros. El olor me arropó la cara como una bufanda. Años mas tarde, en el Museo del Prado, me volvería a encontrar con el mismo carro en un cuadro de El Bosco.
Anduve todo el día como con fiebre. Al atardecer llegué a Miranda de Ebro. Me parecía que había pasado años desde que salí de mi casa. Vi una iglesia abierta y entré en ella. Estaba en penumbra, silenciosa. Olía a humedad y a incienso mojado. Coloqué la mochila debajo del banco y me senté a mirar el retablo con escenas de la vida de Cristo iluminadas tenuemente. Mirando el perfil de un pastor que me recordó a mi padre me quedé dormido.
Me despertó una patada en los riñones y un fogonazo de luz en la cara.
– Es este —dijo alguien—.
Me giró bruscamente la cara hacia la derecha y la misma persona comentó:
– Esta es la cicatriz que ha dicho su madre. Joder, nos has tenido todo el día al retortero el muy cabrón.
Me levantaron casi en volandas del banco.
– Vamos, sin rechistar, ¿eh?
Dos guardias civiles me miraban con caras de pocos amigos. 
Volví a mi casa en un vagón de un tren cansino sentado entre otra pareja de la guardia civil. Llovió durante el regreso y apenas si la lluvia me dejaba ver el paisaje. Me entretenía en seguir la caída de las gotas de agua en el cristal de la ventana: luciérnagas relampagueantes de plata y vida efímera. Un olor a carbonilla se había quedado adherido a mi respiración y mi mirada.
Mi padre me esperaba en la estación. Al verlo tan serio, con una cara de tristeza y de rabia que nunca ante le había visto, me eché a llorar. Comenzamos a andar en silencio. En la mitad del puente, cerca del gatillo del fusil, mi padre me dijo:
– Ayer al amanecer se murió tu hermana. Cuando pase todo esto hablaremos.

En alguna parte se quedó el bloc de dibujo, la caja de colores y mi sueño de libertad. Recobré la mágica visión del carro de heno que se movía solo, el fusil oxidado de sombras de mi pueblo que sigo pintando como si fuera la primera vez que lo veo y aquel paisaje que me sigue pesando en mi alma. Nunca recuperé la mochila.

El oleo del monte Anboto es de Cayetano Lupeña. El dibujo de la serpiente enroscada de Hilario Barrero.

Tomado de la Revista Almacén. Publicado 01.04.03

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