Me recuerdan algunos amigos que hoy es el dia de mi santo. He recordado este fragmento de un futuro libro de memorias que ahora esta en progreso. Es un texto largo y pido disculpas. Es mi manera de dar las gracias a todos los que se han acordado de “San Hilario de Toledo”.
21
Cuando vivía
en Toledo, a eso de las nueve de cada 14 de enero sonaba el teléfono y todos
sabíamos quién era el que llamaba tan temprano. Mi madre, que se había vestido
como si fuera a recibir visita, cogía el teléfono y con su mejor voz de «señora
bien de provincias» respondía solícita y educada. La veíamos sonreír y dar las
gracias con voz de monja, como le decía mi hermano mayor. Era Su Eminencia
Reverendísima en carne y hueso el que llamaba, el Sr. Obispo, con la sotana de
botones rojos, el alzacuellos purísimo, el llamativo anillo de amatista que nos
daba a besar cuando íbamos a Palacio el día de su cumpleaños, la riquísima cruz
pectoral de brillantes que había pertenecido al cardenal Gomá, de quien fue
secretario, la media naranja vacía del solideo y los puños de la camisa blanca
con gemelos de oro con la cruz de Caravaca. Mi madre repetiría la historia de
la llamada a lo largo del día: “La primera llamada ha sido la del Sr. Obispo,
como todos los años, ya sabes que somos familia, para felicitar a mi marido y a
mi hijo, y para decirnos que ha ofrecido la misa por su salud y bienestar». Yo
ese día me sentía importante y hasta me parecía menos feo y horrible este
nombre que siempre he odiado y todo porque el Sr. Obispo, un pariente lejano de
mi madre, había llamado desde el Palacio Arzobispal para desearnos a mi padre y
a mí un feliz día. Un vecino nuestro que había sido republicano y que echaba la
culpa a la Iglesia de “lo del 36” me decía: «Si este pariente hubiera sido
albañil me imagino que tu madre no hubiera apreciado la llamada como la de este
parásito, que vive de hacer nada, pero como lleva hábitos y sabe latín pues tu
madre pierde el culo por el parentesco”. Después de la llamada del Sr. Obispo,
seguían las de las viejecitas de misa y comunión diarias, la del Padre Guardián
de los Franciscanos que, en la fiesta que mis padres daban por la tarde, astutamente
reservada por horas a diferentes grupos según las afinidades, se quitaría la
cogulla y contaría chistes verdes, algo muy atrevido y casi herético en los
tiempos de antes del Concilio. Llamaban algunos sacerdotes conocidos de mis
padres diciendo a mi madre que habían ofrecido “el santo sacrificio por Don
Hilario e Hilarito”, llamaban las monjitas del convento de San Antonio, a las
que mi padre ayudaba monetariamente, llamaban las dominicas a las que mi madre
les pedía que rezaran por la familia y les mandaba una «ayudita» de vez en
cuando, llamaban las Benedictinas, que zurcían y bordaban prendas de mi
familia, llamaban las Carmelitas descalzas que enviaban con la demandadera, la
señora Eustaquia, docenas de preciosos escapularios, llamaban las otras Carmelitas,
las de la Caridad, que eran las del colegio donde mis hermanas y yo
estudiábamos. También llamaba el sacristán de la parroquia de Santo Tomé, el
señor Miguel, que explicaba de carrerilla El
entierro del Conde de Orgaz a los cuatro turistas que por aquel entonces
iban a ver el cuadro del Greco, y, siempre las últimas, haciéndose las
importantes, llamaban las hermanas del Sr. Obispo para decir que llegarían un
poco tarde a la fiesta porque estaban muy ocupadas ya que ese mismo día tenían
que ir, primero, a tomar el té en casa de los de Montemayor, que eran
riquísimos y además benefactores de la Virgen del Sagrario, después a una
entronización del Corazón de Jesús en casa de los Condes de Orgaz y al
cumpleaños del canónigo penitenciario que era catalán y se llamaba Don Luis
Guasch “y si nos queda tiempo pasaremos por ahí, pero no te lo prometemos”. Mi
madre pensaba de ellas que eran dos brujas. Pero un Papa
convocó un Concilio y “la gente de iglesia” nunca más volvió a llamar y mi
madre se quedó sentada esperando que el teléfono sonara sin imaginarse todo lo
que el Concilio se llevó que, aparte del latín y las sotanas, del misterio y de
la fastuosidad de la liturgia, se llevó a su marido que pasó de ser un católico
ejemplar y un padre modelo a ser un renegado. Su Eminencia Reverendísima se
murió, las monjitas dejaron el convento para trabajar en oficinas y hospitales,
el Padre Guardián y el Maestro de Novicios colgaron los hábitos y se fueron a
Barcelona a trabajar en Herder, las viejecitas, confundidas de tiempo y
de normas, no sabían, si por culpa del Concilio, el día de San Hilario era el
13 o el 14 o no era nunca más y el sacristán se jubiló cansado de cantar en
funerales, sonreír en bodas y bautizos y repicar en tiempo de resurrección. Mi
madre, ya sin su marido que se había ido a vivir a la finca, esperaba no sólo
el día 14, como había sido tradicional, sino también el 13, a que alguien
llamara a felicitar a su marido y a su hijo Hilarito. Pero casi nadie llamaba.
en Toledo, a eso de las nueve de cada 14 de enero sonaba el teléfono y todos
sabíamos quién era el que llamaba tan temprano. Mi madre, que se había vestido
como si fuera a recibir visita, cogía el teléfono y con su mejor voz de «señora
bien de provincias» respondía solícita y educada. La veíamos sonreír y dar las
gracias con voz de monja, como le decía mi hermano mayor. Era Su Eminencia
Reverendísima en carne y hueso el que llamaba, el Sr. Obispo, con la sotana de
botones rojos, el alzacuellos purísimo, el llamativo anillo de amatista que nos
daba a besar cuando íbamos a Palacio el día de su cumpleaños, la riquísima cruz
pectoral de brillantes que había pertenecido al cardenal Gomá, de quien fue
secretario, la media naranja vacía del solideo y los puños de la camisa blanca
con gemelos de oro con la cruz de Caravaca. Mi madre repetiría la historia de
la llamada a lo largo del día: “La primera llamada ha sido la del Sr. Obispo,
como todos los años, ya sabes que somos familia, para felicitar a mi marido y a
mi hijo, y para decirnos que ha ofrecido la misa por su salud y bienestar». Yo
ese día me sentía importante y hasta me parecía menos feo y horrible este
nombre que siempre he odiado y todo porque el Sr. Obispo, un pariente lejano de
mi madre, había llamado desde el Palacio Arzobispal para desearnos a mi padre y
a mí un feliz día. Un vecino nuestro que había sido republicano y que echaba la
culpa a la Iglesia de “lo del 36” me decía: «Si este pariente hubiera sido
albañil me imagino que tu madre no hubiera apreciado la llamada como la de este
parásito, que vive de hacer nada, pero como lleva hábitos y sabe latín pues tu
madre pierde el culo por el parentesco”. Después de la llamada del Sr. Obispo,
seguían las de las viejecitas de misa y comunión diarias, la del Padre Guardián
de los Franciscanos que, en la fiesta que mis padres daban por la tarde, astutamente
reservada por horas a diferentes grupos según las afinidades, se quitaría la
cogulla y contaría chistes verdes, algo muy atrevido y casi herético en los
tiempos de antes del Concilio. Llamaban algunos sacerdotes conocidos de mis
padres diciendo a mi madre que habían ofrecido “el santo sacrificio por Don
Hilario e Hilarito”, llamaban las monjitas del convento de San Antonio, a las
que mi padre ayudaba monetariamente, llamaban las dominicas a las que mi madre
les pedía que rezaran por la familia y les mandaba una «ayudita» de vez en
cuando, llamaban las Benedictinas, que zurcían y bordaban prendas de mi
familia, llamaban las Carmelitas descalzas que enviaban con la demandadera, la
señora Eustaquia, docenas de preciosos escapularios, llamaban las otras Carmelitas,
las de la Caridad, que eran las del colegio donde mis hermanas y yo
estudiábamos. También llamaba el sacristán de la parroquia de Santo Tomé, el
señor Miguel, que explicaba de carrerilla El
entierro del Conde de Orgaz a los cuatro turistas que por aquel entonces
iban a ver el cuadro del Greco, y, siempre las últimas, haciéndose las
importantes, llamaban las hermanas del Sr. Obispo para decir que llegarían un
poco tarde a la fiesta porque estaban muy ocupadas ya que ese mismo día tenían
que ir, primero, a tomar el té en casa de los de Montemayor, que eran
riquísimos y además benefactores de la Virgen del Sagrario, después a una
entronización del Corazón de Jesús en casa de los Condes de Orgaz y al
cumpleaños del canónigo penitenciario que era catalán y se llamaba Don Luis
Guasch “y si nos queda tiempo pasaremos por ahí, pero no te lo prometemos”. Mi
madre pensaba de ellas que eran dos brujas. Pero un Papa
convocó un Concilio y “la gente de iglesia” nunca más volvió a llamar y mi
madre se quedó sentada esperando que el teléfono sonara sin imaginarse todo lo
que el Concilio se llevó que, aparte del latín y las sotanas, del misterio y de
la fastuosidad de la liturgia, se llevó a su marido que pasó de ser un católico
ejemplar y un padre modelo a ser un renegado. Su Eminencia Reverendísima se
murió, las monjitas dejaron el convento para trabajar en oficinas y hospitales,
el Padre Guardián y el Maestro de Novicios colgaron los hábitos y se fueron a
Barcelona a trabajar en Herder, las viejecitas, confundidas de tiempo y
de normas, no sabían, si por culpa del Concilio, el día de San Hilario era el
13 o el 14 o no era nunca más y el sacristán se jubiló cansado de cantar en
funerales, sonreír en bodas y bautizos y repicar en tiempo de resurrección. Mi
madre, ya sin su marido que se había ido a vivir a la finca, esperaba no sólo
el día 14, como había sido tradicional, sino también el 13, a que alguien
llamara a felicitar a su marido y a su hijo Hilarito. Pero casi nadie llamaba.