En una antología que se publicó en la revista “Clarín” titulada “Veinte poemas de poetas afroamericanos y una canción desesperada” apareció este poema que muestra la grandeza poética de Deret Walcott: un poeta de cuerpo entero, creador de un mundo, dueño de una voz, de una música, de una esencia. May rest in peace.
PUERTO ESPAÑA
El verano en su esplendor se estira delante de mí con el bostezo de un
gato.
gato.
Árboles con polvo en sus labios, coches derritiéndose
en un horno. El calor hace tambalear a los perros vagabundos.
Han repintado el capitolio de rosa y las barandillas
que rodean los parques de color de sangre oxidada;
junta y coup d’etat, la última moda latina,
empolla en el balcón. Monótonos arbustos escabrosos
rozan el aire húmedo con los ideogramas de buitres
sobre los comestibles chinos. Los callejones son hornos sofocantes
donde afligidos sastres escudriñan sobre viejas máquinas
cosiendo junio y julio juntos sin costura
y uno aguarda el relámpago como el centinela armado
espera aburrido por el chasquido de un fusil;
pero yo me alimento de su polvo, de su ordinariez
de la inercia que llena de horror a sus desterrados,
del polvo sobre las colinas con sus luces naranjas,
incluso de la luz piloto en el puerto maloliente
que gira como la de un coche policía. El terror
es local, al menos. Como el olor putesco de la magnolia.
Y el perro ladra de la revolución que da falsas alarmas.
La luna brilla como un botón perdido;
el agua negra apesta bajo las luces de sodio
en el muelle. La noche está encendida tan firmemente
como con un interruptor, se oyen ruidos de platos tras las ventanas
iluminadas,
iluminadas,
camino junto a las paredes con sombras esporádicas
que no dicen nada. A veces, en puertas estrechas,
hay viejos jugando los mismos juegos silenciosos:
cartas, damas, dominó. Les pongo nombres.
La noche es amistosa, el día es tan feroz
como lo es nuestro futuro humano en cualquier parte. Puedo entender
el ciego amor de Borges por Buenos Aires,
como un hombre siente las venas de una ciudad hincharse en su mano
PORT OF SPAIN
Midsummer stretches before me with & cat’s
yawn.
yawn.
Trees with dust on their lips, cars melting down
in a furnace. Heat staggers the drifting mongrels.
The
capitol has been repainted rose, the rails
capitol has been repainted rose, the rails
round
the parks the color of rusting blood;
the parks the color of rusting blood;
junta and coup d’etat, the
newest Latino mood,
newest Latino mood,
broods on the balcony. Monotonous lurid bushes
brush
the damp air with the ideograms of buzzards
the damp air with the ideograms of buzzards
over the Chinese groceries. The oven alleys stifle
where
mournful tailors peer over old machines
mournful tailors peer over old machines
stitching June and July together seamlessly,
and
one waits for lightning as the armed sentry
one waits for lightning as the armed sentry
hopes in boredom for the crack of a rifle—
but 1 feed on
its dust, its ordinariness,
its dust, its ordinariness,
on the inertia that fills its exiles
with horror,
with horror,
on the dust over
the hills with their orange lights,
the hills with their orange lights,
even on the
pilot light in the reeking harbor
pilot light in the reeking harbor
that turns like
a police car’s. The terror
a police car’s. The terror
is local, at least. Like the magnolia’s whorish whiff.
And the dog barks of the revolution crying wolf.
The
moon shines like a lost button;
moon shines like a lost button;
the black water stinks under the sodium lights on
the wharf. The night is turned on as firmly
as a switch, dishes clatter behind bright windows,
I walk along the walls with occasional shadows
that
say nothing. Sometimes, in narrow doors
say nothing. Sometimes, in narrow doors
there
are old men playing the same quiet games—
are old men playing the same quiet games—
cards, draughts, dominoes. I give them names.
The
night is companionable, the day is so fierce as
night is companionable, the day is so fierce as
our human future anywhere. I can understand
Borges’s blind love of Buenos Aires,
how a man feels the veins of a city swell in his hand.
Derek Walcott (1930)