Cuadernos de Humo

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 5

                     

                                      El carro de heno

                            Para Cayetano Lupeña que
ya vive en la paz del monte Amboto.
Había esperado hasta hoy porque pensaba que con el dinero
que me diera mi familia como regalo de cumpleaños me sería más fácil la huida.
Alegando que habían gastado en la operación y enfermedad de mi hermana, mis
padres no me dieron una peseta. Solo mi tía Edurne que era la que yo más
quería, me regaló una caja de colores que olía a cedro y que me llevé conmigo.
Esperé a que todos se hubieran dormido y fui a la alcoba donde mis padres
dormían. Me acerqué a la mesilla, abrí con sigilo el cajón y saqué unas
monedas.  Cuando iba a salir oí a mi
madre que preguntó:
— ¿Eres tú, Tano?
          Aguanté
la respiración. Mi padre dejó de roncar y soltó un chorro de aire que sonó como
un gruñido hosco y oscuro. Cuando ya estaba en la puerta de la calle record
é que no me había despedido de
mi hermana. Entré en su habitación que olía a morfina y a colonia y allí
estaba:
inmóvil, luchando en silencio con la muerte.
Iluminada por la lámpara de la mesilla que desprendía una luz sucia y gastada
parecía muerta: una estatua de mármol yacente y fría, los ojos cerrados y
hundidos, los labios resecos y agrietados. Me acerqué a ella y la miré
presintiendo que era la última vez que la veía. Se me hizo un nudo en la
garganta y noté un ruido destemplado en el corazón. Al salir de la habitación
escuché
a lo lejos,
el ladrido de un perro y doce campanadas en el reloj de la iglesia. Al cruzar
el puente me pareció ver el rostro de mi hermana reflejado en el agua.
Lo peor fue cuando
después de subir la cuesta, ya en la carretera, volví la cabeza y vi el pueblo
en la hondonada. Tenía forma de fusil (mi padre siempre decía que vivíamos en
el gatillo) y ahora que estaba iluminado por una luz lenta y plomiza pude
distinguir el ayuntamiento, la iglesia y la plaza en la culata y una hilera de
luces a lo largo del cañón. No se veía el gatillo. Un fusil que sin pólvora se
carcomía de musgo a los pies del monte Amboto. Dudé por un momento y quise
regresar. Cerré los ojos y los apreté con fuerza. Un coche me deslumbró y me
aparté a la cuneta. Cuando se alejaba iluminó el cartel en grandes letras
negras con el nombre del pueblo: Urkuleta. Lo leí en voz alta, me dije, por
última vez y al hacerlo me sonó como un tiro en la sien. Comencé a caminar con
la noche por toda compañía.
No sentía cansancio,
pero si sentí un frío espeso cuando empezó a amanecer. La imagen del pueblo
desde lo alto y el primer amanecer a campo abierto se grabaron a sombra y luz
en el daguerrotipo de mi sangre.  La
primera me sirvió, años más tarde, como credencial para ser admitido en la
Escuela de San Fernando. La segunda para ganar una beca en el Colegio español
en Roma en donde conocí a Alberti.
     Al entrar en Ontaeyka, un pueblecito que
serpenteaba entre dos montañas, me senté a la puerta de la iglesia y saqué del
macuto un jersey, una onza de chocolate, el bloc de dibujo, la caja de colores
y comencé a pintar el primer amanecer libre de mi vida. Me sentí tan feliz que
hasta las líneas me salían más rectas y los colores me parecían más puros.
Rebosaba tanta luz el verde que casi olía a hierba, resaltaba el azul sin nubes
como en una anunciación de Fra Angélico, el marrón solidificaba las montanas
haciéndolas terrosas y compactas, tan reales que la lámina de papel me
pesaba.  Hasta el chocolate me supo a
gloria. La primera luz penetraba en mis ojos y me bautizaba de una sombra en
pecado mortal. Sentí su peso y por un momento se nubló la mañana recién nacida anunciando
una tormenta de verano. Pasó una vieja enlutada que me miró diciendo algo que
no entendí bien del todo.
— Caín, eso es lo
que eres, un Caín. Hasta llevas la marca en la mejilla.
    Me parecía domingo. Había como un orden
nuevo en el mundo. Un cartel con unos versos de Berceo me indicó que había
llegado a tierras riojanas. Empezaba a atardecer. Sentí unos calambres por los
pies y un chasquido en las rodillas. Tenía la boca reseca y me ardía la cabeza.
Entré en un bar en San Hilario de Rioja 
y pedí un bocadillo y un vaso de gaseosa. El camarero, un hombre con
ojos sucios, me preguntó que adónde iba. Que qué hacía solo. Que por qué
viajaba sin nadie. Salí enseguida y aceleré el paso. A la salida del pueblo,
cuando el camino se volvió oscuro, sentí miedo por primera vez y me acordé de
mi hermana iluminada por la luz de la lámpara.
     Pasé la noche bajo un árbol espeso que
olía a tierra húmeda. Puse la mochila de almohada, me acurruqué y aunque estaba
muerto de cansancio no podía dormirme. Miré el cielo que me pareció un espejo
donde se miraban millones y millones de ojos. Un campo de batalla con un
escuadrón de soldados lejanos con fusiles de plata. Tachuelas de leche clavando
la sonrisa de Dios. Respiré hondo y la noche inundó mi pecho con olores nuevos.
¿Cuáles serían mis ojos en ese laberinto de miradas?
     Me despertó el ruido de un carro que venía
por un camino estrecho y que parecía que arrastrara a la madrugada. Al pasar
por mi lado no vi a nadie que lo condujera. Era un carro lleno de heno tirado
por una pareja de bueyes negros. El olor me arropó la cara como una bufanda.
Años mas tarde, en el Museo del Prado, me volvería a encontrar con el mismo
carro en un cuadro de El Bosco. 
     Anduve todo el día como con fiebre. Al
atardecer llegué a Miranda de Ebro. Me parecía que habían pasado años desde que
salí de mi casa. Vi una iglesia abierta y entré en ella. Estaba en penumbra,
silenciosa. Olía a humedad y a incienso mojado. Coloqué la mochila debajo del
banco y me senté a mirar el retablo con escenas de la vida de Cristo iluminadas
tenuemente. Mirando el perfil de un pastor que me recordó a mi padre me quedé
dormido.
     Me despertó una patada en los riñones y un
fogonazo de  luz en la cara.
–Es este – dijo
alguien–.
     Me giró bruscamente la cara hacia la
derecha y la misma persona comentó:
     –Esta es la cicatriz que ha dicho su
madre. Joder, nos ha tenido todo el día al retortero el muy cabrón.
     Me levantaron casi en volandas del banco.
–Vamos, sin
rechistar, ¿eh?
     Dos guardias civiles me miraban con caras
de pocos amigos.
Volví a mi casa en
un vagón de un tren cansino sentado entre otra pareja de la guardia civil.
Llovió durante el regreso y apenas si la lluvia me dejaba ver el paisaje. Me
entretenía en seguir la caída de las gotas de agua en el cristal de la ventana:
luciérnagas relampagueantes de plata y vida efímera. Un olor a carbonilla se
había quedado adherido a mi respiración y mi mirada.
     Mi padre me esperaba en la estación. Al
verlo tan serio, con una cara de tristeza y de rabia que nunca ante le había
visto, me eché a llorar. Comenzamos a andar en silencio. En la mitad del
puente, cerca del gatillo del fusil, mi padre me dijo:
–Ayer al amanecer
se murió tu hermana. Cuando pase todo esto hablaremos.
     En
alguna parte se quedaron el bloc de dibujo, la caja de colores y mi sueño de
libertad. Recobré la mágica visión del carro de heno que se movía solo, el
fusil oxidado de sombras de mi pueblo que sigo pintando como si fuera la
primera vez que lo veo y aquel paisaje que me sigue pesando en mi alma. Nunca
recuperé la mochila

3 thoughts on “CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 5”

  1. ana maria reviriego

    Me parece un cuento de Rulfo, con todo lo que eso puede tener de alabanza: contención/ sabores y olores amargos/ la expresión humana como una herida.
    Gracias Hilario, expresiones como la palabra "tachuela" o imágenes-metáfora como la que haces en "el olor del carro de heno al pasar me arrojó como una bufanda", me han saltado a la cara!

  2. Han recobrado color tus pájaros. Se me hace que se los robaste a la caja de colores de Cayetano. O al revés. Sé que lo que escribes siempre tiene sabor a pájaros. Es un vuelo que va recogiendo de cada instante y de cada espacio una tonalidad de color disntinto, que entre tus dedos, queda atrapado en una palabra, un cartón o en los suspiros que le entregas a la madrugada desde tu ventanal. Logras entregarnos esos instantes de libertad como si fuesen nuestros. Y aún el dolor no logra borrar ese amanecer que Cayetano dibujó con esa caja de colores que sabe a hierba y a Fray Angélico. Mago eres sin duda, Hilario. Y nos haces abrir más los ojos para que nada se pierda, aún cuando quedemos encerrados en los muros invisibles de un mundo que clausuró los colores. Mi abrazo reiterado.

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