Cuadernos de Humo

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 6

                                     LA RENUNCIA

La
hermana Aurora que olía a heno y mejorana empezó a finales de marzo a
prepararnos para la primera comunión. Éramos doce  niños y diecisiete niñas. Lo primero que nos
dijo y nos repitió muchas veces fue que lo que íbamos a recibir era el cuerpo
de Cristo y que era un sacrilegio y seríamos excomulgados si intentáramos tocar
la Sagrada Forma. “Sólo el sacerdote 
puede hacerlo”, dijo. A mí me dio pánico y no comprendí cómo podría
caber un cuerpo en mi cuerpo. Para dar más énfasis al asunto nos contaba la
historia de unos masones que se llevaban las hostias a las reuniones para hacer
con ellas las cosas más terribles que pudiéramos imaginar. Una vez una de las
hostias soltó un chorro de sangre que quemó al masón cuando éste la pisoteaba y
otra vez mientras otro se meaba encima de una hostia el chorro de orina se
convirtió en una enorme serpiente venenosa que se tragó al enemigo de la
Iglesia.  Luego supimos del ayuno, de la
confesión, del modo de dar gracias, de cómo sacar la lengua, de no masticar la
Sagrada Forma, de la renuncia…
      Lo más
difícil para mí fue aprenderme unos versos que todos teníamos que decir al
final de la Misa mientras poníamos la mano derecha sobre el evangelio. La
hermana Aurora nos dijo que era la ceremonia del juramento y de la renuncia a
Satanás. La semana pasada, después de 
casi cuarenta años, cuando esperábamos que la noche pasara para enterrar
a mi padre, me vino de golpe la estrofa.
Renuncio a Satanás
a sus pompas y a sus obras
y me consagro de nuevo
al servicio de Jesucristo.
Era
al llegar “a sus pompas” donde me atascaba y le pregunté a mi padre que qué
significaban las palabras “pompas” y “obras” y me dijo que tenía prisa y que
luego me lo explicaría. Nunca lo hizo.
Una
semana antes fuimos a la iglesia para un ensayo general que incluía comulgar
con un pedazo de oblea sin consagrar. Nos pusieron en parejas por estatura y a
mí me tocó Salvador, un compañero al que le faltaba el dedo corazón de la mano
izquierda y se pasaba todo el tiempo dibujando bestias y animales mitológicos
sobre cualquier superficie libre que encontraba.    
Ninguno
de nosotros tuvo problemas al tragar la oblea, excepto Salvador que comenzó a
toser de una manera violenta que nos asustó a todos. Para mí fue fácil porque
era el monaguillo del colegio y cuando iba al convento de las monjas de Jesús y
Maria a recoger las hostias, la hermana tornera me daba un sobre con los
recortes que yo me comía de vuelta con las hostias metidas en una caja de
madera forrada de terciopelo rojo.
Rita,
una criada que nos llegó de las Adoratrices, unas monjas que recogían a
“mujeres descarriadas y de mala vida”, me arregló el traje de la comunión que
era el mismo que había usado mi hermano y me bordó el lazo que llevé en el
brazo izquierdo en el que junto a una custodia en oro se leían las iniciales
JHS.
      La ceremonia fue el 26 de mayo que era el día
de mi cumpleaños en una mañana deslumbrante de primavera. Todos íbamos de
blanco, excepto Salvador que llevaba un traje negro que era como de domingo. Le
acompañaba su madre ya que su padre ese día trabajaba y no podía perder el
jornal. Mi madre comentaba que era ateo y no quería que su hijo hiciera la
primera comunión. El sermón del capellán fue largo y sólo recuerdo la
comparación que hizo de nuestras almas con un campo nevado en el que iba a
florecer la flor más preciada: el niño Jesús. Me entraron ganas de orinar y
empezaron a dolerme  los pies aprisionados
en los zapatos nuevos. Miré de reojo a Salvador y vi cómo el broche de su
devocionario saltaba solo y el libro se abría 
al mismo tiempo que el rosario parecía una serpiente plateada que se le
enroscaba por la bragueta. Intenté borrar enseguida ese pensamiento impuro
porque sabía que era un pecado mortal.
A
una señal de la hermana Aurora – un golpe, de pie, dos, de rodillas, tres,
sentados- fuimos saliendo y acercándonos al altar. Según avanzábamos yo oía más
claramente la fórmula que el sacerdote repetía un poco mecánicamente y que yo
me sabía de memoria de tantas veces como la había oído: “Corpus Domini
nostri Jesu Christi custodiat animan tuam in vitam  aeternam. Amen
.” Sentía en mis espaldas
la respiración agitada de Salvador. Me arrodillé en el reclinatorio forrado de
blanco con una guirnalda de flores, vi mi lengua reflejada en la patena cuyo
filo sentí en mi garganta, abrí la boca y al recibir el cuerpo de Cristo me
volvió el sabor de los recortes de las obleas que me regalaban las monjitas. Al
llegar a mi sitio me tapé la cara con las manos en señal de recogimiento, como
la hermana Aurora nos había enseñado, y vi a Salvador  arrodillándose de vuelta. Lo miré  por entre los dedos que abrí un poco y  observé cómo se llevaba la mano a la boca, se
sacaba la hostia y la metía entre las páginas del devocionario que se había
abierto y cerrado automáticamente. Se me olvidó pedir al Señor por mi familia,
por el Papa, por la paz mundial, por Franco y el obispo Pérez, entre otros.
     Al terminar mis padres y hermanos me estaban
esperando y antes de que me besaran les dije que no podía aguantarme más, que
me dolía el estómago y que tenía que ir al váter. Mi madre  quiso venir conmigo, pero le dije que me
sabía de memoria el camino y se quedó besando a los hijos de sus amigas. Fui a
la sacristía y salí a un patio que tenia una palmera solitaria y entré al aseo.
Se me metió en la nariz, como siempre me pasaba, el intenso olor a lejía que me
daba arcadas. Cuando terminaba de abrocharme la bragueta vi a Salvador que
salía del retrete y oí el clic automático del cierre del devocionario.
Me miró
sorprendido:
— ¿Qué haces tú aquí, Honorio?
Sin dejarme
responder me dijo:
–Acabo de tirar el cuerpo de Cristo al
váter.
Se
me pasó el dolor de los pies que ya no sentía y el olor a lejía se cambió a
azufre. Me empezó a arder la lengua mientras Salvador al que yo creía condenado
se reía diabólicamente.
                                        

1 thought on “CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 6”

  1. Ay Hilario, tus cuentos son poemas, sin definir qué es lo uno o lo otro. Son material para ingresar al torrente sanguíneo y de allí ali a recorrer tantas historias que alguna vez alborotaron nuestra niñez, asustaron nuestro crecimiento, sin uno lograr deshacerlas del todo. Tu lujo en describir los detalles nos lleva al sitio y al lugar, y a sentarnos en un banco sin reclinatorios, para sorprendernos haciendo las mismas preguntas, de reojo. Tus personajes nos entregan esa percepción de los pueblos pequeños que nunca borramos. Y lo disfrutamos, aunque la hostia perdure siendo un misterio sin preguntas, que siempre tropieza con una copa de vino de consagrar, que el cura rellena una otra vez, sin tener que ganársela con un rezo. Gracias una vez más.

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