Cuadernos de Humo

CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 14

                 
             

                                            ANGUILA DE
MAZAPÁN        


Llamó para saber la dirección y me dijo sarcásticamente:
––Es que para mí todo
lo que no sea Manhattan me parece el infierno…
Le dije que no le
recordaba pero que era bienvenido y que el infierno se llamaba Brooklyn, que
estaba a veinte minutos de Manhattan, que teníamos un metro a la puerta de casa
y el barrio era conocido como Park Slope, una zona residencial, donde viven
todos los “yuppies” de América.
      ––Empezaremos a las ocho, puede venir cuando
quiera.
      Le di la dirección y colgué. Me quedé por un
momento pensando en el sonido de su voz: metálica, amarga, vidriosa y lenta.
Había bebido algo y pensé que era cosa mía. Seguí preparando la fiesta y a las
siete y media llamó Zelia disculpándose; no vendría a la cena ya que su hermana
Kasandra acababa de tener una hija. Pensé en lo oportuno de la niña al nacer en
esta noche.
      A las ocho, puntuales como siempre, llegaron
Honorio y Faro, una pareja de cincuentones a quienes yo quería mucho y que eran
como los hermanos que nunca tuve. Llevan juntos treinta años y viven en una
isla, rodeados de libros y música, con un enorme ventanal por el que ven pasar
barcos de carga. Algo tímido de entrada, con unos luminosos ojos marrones, Faro
es la persona con la que no me hubiera importado casarme de no haber encontrado
a Kasta, mi compañera desde hace 15 años.
Honorio,
en un momento, me cambió el orden de la decoración, me ayudó en la cocina, sacó
la cristalería, encendió las velas y movió varias veces los cojines de la
mecedora de Kasta. Faro fue al ordenador a abrir un attachment que no podía leer y que me había mandando una tal
Parka24. Cuando Faro me dijo que el documento estaba vacío, pensé que me
gastaba una broma. Yo podía leer claramente un mensaje en letras rojas y verdes
con acentos y comas marrones que me dejó profundamente perturbada.
Ellos
sabían que era la primera Nochebuena que iba a pasar sin Kasta, que me dejó el
siete de julio por un profesor dominicano veinte años mayor que ella. Observé
la fuerza que Honorio ponía en quitarle importancia al momento y Faro hacía
como que no se enteraba de la situación. La verdad es que desde que se fue
Kasta tuve que empezar a tomar Prozac y desde entonces mi vida ha cambiado. Durante
mucho tiempo quise suicidarme; el recuerdo, el olor y la risa de Kasta me
torturaban. Pero llegué a olvidarla.
A
las diez habían llegado todos los invitados y la casa empezó a cobrar vida con
ruidos, risas, voces, olores y gritos. Los conté y éramos doce. El último en
llegar fue Plasencia, un compañero mío de la universidad, excelente crítico de
poesía, hombre callado y observador. Dos amigas toledanas que se sentaron en el
sofá de mimbre y sólo se movieron para servir el postre que habían traído, a
veces se miraban entre ellas y comentaban en voz baja. Enfrente, en la mecedora
de Kasta, se sentó una mujer misteriosa, alta, seria, de edad imprecisa, que
nadie conocía y que dijo llamarse Alfa. Sus ojos eran azules y su rostro
semejaba a una gárgola de la catedral de Notre Dame de París. Honorio me dijo
que le recordaba el verso de Pavese “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Al
lado estaban Kike y Tony, dos peruanos que a mí me hacían poca gracia, pero que
eran muy amigos de Honorio y Faro. Otra pareja, que no sabía muy bien de parte
de quién venían y que hablaban en inglés se sentó en el sofá de la esquina y se
pasaron la jornada bebiendo, comiendo, abrazándose y besándose con intensidad,
a pesar de que la mujer era mucho mayor que él. Pegado a Alfa se sentó Omega,
el de Manhattan. Era delgado, medio calvo, pálido, ojos hundidos, orejas y
nariz pronunciadas, con manos de costurera, lento en moverse y con ademanes muy
exquisitos. Hablaba poco y se pasaba el tiempo atendiendo a Alfa con la que
había venido a la fiesta, siendo su relación con ella servil y sumisa. De vez
en cuando, Omega preguntaba cómo se decía tal o cual palabra en español, porque
“lo he olvidado todo ya que llevo mucho tiempo expulsado de mi país…”  Parecía vacío, decadente, siniestro, sin
género, podía ser un ángel o un demonio, una babosa del Paraíso Terrenal o un
gusano en la boca de uno de los Borgias, una momia egipcia o una muñeca inca,
el perro de Las Meninas o una máscara de un actor en una tragedia de Sófocles.
 Lo que le llamó la atención a Honorio fue la
botella que trajo que parecía única y valiosa: tenía algo de ánfora griega, de
pebetero persa, de botella del Renacimiento o de vasija de las bodas de Canaan.
Nadie bebió de su contenido y solo yo acepté la invitación. Observé sonreír a
Omega y Alfa cuando bebía. En varias ocasiones al mirar a ésta vi que me
sonreía como lo hacía Kasta y en una ocasión noté cómo se llevaba la mano
derecha a sus pechos de la misma manera que también hacia Kasta. Durante un
momento pensé que era ésta quien estaba allí, que había vuelto, pero lo achaqué
a todo lo que había bebido.
Las
hermanas toledanas, distantes, muy propias y exquisitas se levantaron un
momento para servir el postre que habían traído. Al destapar la caja redonda
todos vimos una anguila de mazapán de Toledo con ojos de cristal azul, lengua
verde, cuerpo retorcido adornado con frutas escarchadas, dibujos medievales,
signos cabalísticos y en la cola, con sangre de paloma matada al alba, la
primera y última letras del alfabeto griego. La hermana mayor, alta, huesuda y
hierática, cortaba la serpiente, mientras que la otra, que bien hubiera podido
ser la hermana de La lozana andaluza o sobrina de La Celestina,
repartía las porciones que nadie comió. Cuando llegó mi turno, la hermana mayor
dijo con voz de plomo y fuego: “Para ella el corazón.” Al clavar la navaja
damasquinada con oro y piedras preciosas, un olor a azufre y cuerpos quemados
se apoderó de la habitación y de los ojos de la serpiente saltó un chorro de
lava y humo carbonizado. Sólo yo acepté un pedazo.
El
primero en irse fue Plasencia que dijo poco en toda la noche. Sólo le vi
hablando con Honorio de poesía. Con Plasencia se fueron Faro y Honorio. Tenían
que ir al día siguiente a un funeral de alguien que todavía no había muerto,
pero que esa noche iba a morir y ellos serían avisados al llegar a su casa. 
      Yo seguí bebiendo y no sabía muy bien qué
decía ni hacía. Se me nublaba la vista y al mirar por la ventana sólo vi la
noche como un cristal agrietado de sombras. Fui al cuarto de baño. Me miré en
el espejo, me vi despeinada, demacrada, mis intensos ojos azules eran ahora dos
manchas rojas que me lo oscurecían todo. Me pasé una mano por los pechos y se
hundió dentro de la blusa de seda que olía a naftalina y a tiempo viejo.
Recordé mi primer amor, Irma, mi compañera de clase con la que pasé aquel
verano del 69 tan feliz, amándonos a escondidas; recordé a Raúl, el padre de mi
hijo con el que viví en Barcelona durante siete años; recordé la noche en que
mi hijo Isaías me fue arrancado de mis manos por un grupo de militares y
arrojado más tarde al océano desde un avión, con plomo en sus pies, por los
asalariados de la Junta Militar de Argentina, y, sobre todo, recordé a Kasta en
la mecedora en aquellas tardes de miel y amor… ¿O era Alfa?
  Cuando salí a la sala no había nadie. Un
silencio total me rasgó los oídos. Las risas, las voces y el brillo de la noche
habían desaparecido. Una oscuridad me quemaba los labios. Tenía calor. Sudaba.
Me asfixiaba. Tropecé. Me acerqué a tientas a la mecedora y allí me esperaba la
noche que ardía. 
Cuando Honorio y Faro
llegaron a su casa, al abrir el ordenador vieron que cada uno de ellos tenía un
e–mail firmado por Parka24 con texto
en letras rojas y verdes con acentos y comas marrones. El de Honorio hablaba de
muerte y el de Faro de vida. En el silencio de la madrugada que empezada a
clarear, una voz lejana y vieja, cantaba con acento desgarrador:
                          La Nochebuena se viene,
                         la Nochebuena
se va
                         y
nosotros nos iremos
                         y no
volveremos más.

1 thought on “CUENTOS PARA UNA NOCHE DE VERANO 14”

  1. Convertir una narración en el contenedor del alfa y el omega, sin importar cual sea el inicio y cual el final, en un juego lleno de sombras, es sin duda un extraordinario ejercicio que sirve de marco a la marea que en su interior deja grávidos e ingrávidos los instantes que quedaron en el aire, sin saber a ciencia cierta a quienes pertenecían. Ese es lujo de este cuento de verano, capaz de traspasar todas las estaciones y aún estar adherido a una memoria que aún no ha concluido. Impresionante logro, sin duda.

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