–Yo traeré el arma.
Al ver mi cara de pánico me pone su inocente mano sobre el hombro y dice:
–Quiero decir, el alfiler. Norio, eres un cagueta; además ni te vas a enterar, ya verás.
–Y yo ¿qué traigo? –le pregunto.
–Ya que eres el literato de la clase tú escribe la proclama, pero al grano.
–¡Jo, tío, tú siempre tan político!
–¡Bah! eso es una gilipollez, ¡qué sabes tú de política! Tú, Norio, sólo sabes de poesía y ésta es cosa de débiles. Pero yo te enseñaré a que seas uno de los nuestros…
–Pero, Nito, yo no quiero ser uno de los vuestros –le interrumpo–. Yo quiero ser yo.
Cambia la voz, frunce la frente y me dice:
–Te he dicho mil veces que Nito murió el verano pasado al salir del colegio de las monjas. Ya tenemos doce años, Norio; esto es el Instituto y aquí soy el camarada Juan Trosky.
– ¡Tú estás chalao, camarada Juan Trosky! –le digo con acento ruso, mientras levanto el puño izquierdo–. Pues a mí me sigues llamando Norio, que yo soy el mismo.
Me coge a traición por la espalda, siento el peso de su pecho y la fuerza de sus brazos alrededor de los míos y me tira al suelo, pone su pie derecho sobre mi corazón y gritando dice:
–Serás de los míos y venceremos.
Aunque Nito es mucho más bajo que yo, algo regordete, de vivísimos y enormes ojos negros que ensombrecen dos espesas arqueadas cejas, de manos y brazos breves y un olor muy extraño a cuero y a sexo, al mirarlo desde el suelo, le veo grande, inmenso, inalcanzable y poderoso: un luzbel liberado de monjas, misas, rosarios, rabiosamente ateo que pisotea victorioso al ángel.
Al día siguiente, un viernes lluvioso y tristón, llego a su casa y Remigia al verme me dice de mal humor:
– ¿Qué haces tú tan temprano por aquí? En vacaciones se duerme, rapaz, y Nito está roque.
–Despiértalo, por favor. Tenemos que hacer algo…
Subimos a la azotea desde donde se ve una opresora vista de la ciudad: la catedral tan próxima que casi se puede tocar, a la izquierda y un poco más lejano el alcázar, diseminados aquí y allá iglesias y edificios nobles y al fondo el sol recién hecho invocando al paisaje de rosa y oro alrededor del río, que aparece amortajado en un tul color ceniza. Sopla un aire frío y nos resguardamos en un rincón. Cuando me clava el alfiler en el dedo índice de la mano izquierda crece, en la yema del dedo, un granate redondo y oscuro. Hago un gesto con los labios y cierro los ojos.
–Te lo dije, quejica, que no te iba a doler.
–No he dormido en toda la noche, pensando en este momento.
Se pincha él y juntando nuestras sangres firmamos la declaración. Y en voz alta y cierta solemnidad en el tono lee el párrafo siete:
–Que nunca tengamos que decir que nosotros los de entonces ya no somos los mismos, porque la amistad o el amor nunca mueren, morimos nosotros.
Y sonriendo añade:
–La poesía te pierde, chaval, te tienes mochales, te envenena, pero esto me gusta. Y para celebrar el pacto, rebelarnos contra la Iglesia, recuerda que hoy es Viernes Santo, llevar la contraria a mi abuela, que es una beata y nos tiene en ayunas a todos desde ayer, vámonos al Suizo a tomarnos chocolate con churros.
De las chicas del grupo, Leocadia era la más fea, pero todos queríamos bailar con ella porque era la que más se pegaba. Nano, que tenía catorce hermanos y vivía en una casa de veinte habitaciones, pidió permiso a sus padres para que nos dejaran una que estaba en el patio y servía de trastero que limpiándola, forrando sus paredes de cañas amarillas y decorándola, convertimos en “El cañizo”. Emilio pintó en la pared central una enorme águila imperial en marrón que sujetaba con sus garras un largo pergamino en el que se leía: “Mellior vita est tintorrus”. En “ese antro de perdición” (según mi padre) pasamos parte del bachillerato superior. Sábados y domingos de guateques, los demás días conspirando o estudiando. En “El cañizo” se amasaron matrimonios, se rompieron virginidades y se practicaron abortos; se imprimieron panfletos, se leyó el Libro Rojo de Mao, se discutió a Marcuse, se elaboraron bombas y se soñaron revoluciones; se lloró, se amó y se saboreó la vida; se sintió la soledad y se nos pasó a todos muy deprisa y amenazada nuestra primera juventud. Cuando se puso de moda, por él pasaron los cadetes de la Academia, niños de gente bien y de derechas (a los que cobrábamos el doble), niñas bien que se hacían las estrechas frente a criadas generosas, intelectuales problemáticos y sencillos obreros. Por pasar, pasó hasta la policía secreta.
Nito, Sisi, Inma, Nano, Rafa, Goldfinger, Paco y Matías se decidieron por ciencias; el marqués, Teresa, Carmen, Ita y yo por letras. Nito e Inma empezaron a salir juntos y a mí me molestó. El marqués era el encargado de poner la música y yo de estar en el bar. Un día en que Nito estaba medio borracho, algo que hacía muy frecuentemente, se acercó al frágil mostrador y me pidió otro cubalibre. Le miré a sus inmensos ojos ahora turbios y como de humo y le dije que me parecía que se había olvidado del texto de la declaración. Nos insultamos y empezamos a pelear. Con la misma rapidez con que, en el patio del Instituto me tiró al suelo cinco años atrás, le vi como cogía la vieja navaja de cortar los limones y me traspasaba la mano izquierda con ella, mientras decía que no, que no se había olvidado ni de la declaración ni de la ceremonia de aquel día de Viernes Santo en la azotea de su casa. Levanté la mano y comencé a girarla como un faro que guiara barcos azules en charcos de sangre, salpicando el vestido de hilo blanco de Inma y la camisa de Nito, mientras la ginebra se coloreaba de un carmesí pálido y transparente.
Mi padre y el de Nito eran militares y compañeros en la Academia, y mi madre y la suya eran amigas. Sentado enfrente de ellos, con mi mano en un cabestrillo, me miraban inquisidores.
–Es inútil que lo niegues, Norio –decía el padre de Nito que era temido por su férreo carácter–, lo sabemos todo. Fue mi hijo quien te hirió…
–…Norio, no seas terco –terció enfadada mi madre–, tú no te pudiste hacer esa herida, ¿por qué no nos dices la verdad? Tenemos un compromiso y vamos a llegar tarde por tu culpa. ¡Vamos, acaba de una vez!
–Se cree muy listo –dijo mi padre con fastidio e indiferencia–. Llegaremos tarde por su culpa. Como si por defender a Nito fuera a ser más hombre.
Se fueron los cuatro al compromiso. Nito se quedó conmigo y por primera vez leímos juntos a César Vallejo. Y nos emborrachamos.
Cuando el comisario Romeral, un tipejo miope, bajito, con grandes ojeras y bigotito hitleriano, me preguntó por cuarta vez que si estaba seguro de que fui yo quien herí de gravedad al policía Hilario Díaz, natural de Retalba, destinado en Madrid, casado y con tres hijos, le dije que sí.
– ¿Seguro? Mira que por ser hijo de quien eres me estoy aguantando, aunque ya me ha dicho tu padre que eres un hijo de puta y un anarquista y que si hay que joderte que lo hagamos. Pero otro gallo te cantaría si colaborases con nosotros. Sabemos que eres un cabecilla en la universidad y sabes nombres y células y organizaciones y nos podías ayudar. Por última vez, ¿quién fue?
–Fui yo, comisario.
Se levantó de la silla, se aseguró las gafas, rodeó la mesa lentamente, su dedo anular deslizándole sobre la superficie, y de repente y un poco a traición me abofeteó la cara con tal furia que me tiró al suelo; al golpearme la cabeza con la mesa sonó un ruido hueco y sordo por toda la habitación.
–Luego irás diciendo que te maltraté… Escucha, hijo puta, sé que no fuiste tú el asesino y te lo voy a demostrar. ¿Por qué coños te empeñas en cubrir al verdadero cabrón que ha desgraciado la vida de un valiente servidor de la justicia?
–Porque ese cabrón es mi amigo entero.
–No seas chulo conmigo que te mato, desgraciao.
En la primera foto se veía una figura borrosa, asomada en la baranda del primer piso de la universidad, con algo entre sus manos en ademán de arrojarlo; en la segunda aparecía un objeto macizo y cuadrado (era el cenicero del despacho del decano) en el momento de ser lanzado hacia un bulto gris que se ensañaba, en la planta baja, con otro bulto irreconocible y que era yo; la tercera era un primer plano del agresor.
Debió ver mi cara de terror porque se colocó enfrente de mí y dando una patada con el tacón de su bota izquierda a la silla me tiró de nuevo al suelo. Al incorporarme, sintiendo como si me estuvieran serrando mis genitales, lo primero que vi fue un retrato del General que, maliciosamente, me sonreía.
–Lo conoces ¿verdad? –Yo medio mareado por el dolor pensé que se refería a Franco–. Otro cabrón anarquista como tú. Pero me las va a pagar.
El juicio, por un tribunal militar al que asistieron mi padre y el de Nito vestidos de gala y medallas, fue una farsa. El policía Díaz murió dos días después. A Nito le echaron cadena perpetua, cinco años para mí. Caminamos juntos desde la audiencia a la perrera para ser llevados a Carabanchel; al bajar al sótano y entrar en un pasillo estrecho y oscuro, Nito me dijo:
– ¿Recuerdas el alfiler?
Buen relato y muy ágil por el diálogo tan realista; no quiero seguir juzgando, lo cierto es que la brevedad le da al cuento un aire de escasez que viene al pelo