PERDICES ASADAS
Bajando la Cuesta del Agua Amarga y torciendo a la derecha al callejón de las Tres Perdices, se llegaba a la plaza de la Custodia desde donde se podía ver el río Tajo, oír su ronca respiración y oler su cuerpo limpio. Descendiendo trece escalones, entrando en la tortuosa y empedrada cuesta de la Muerte, saltando unas piedras y cruzando unos arbustos bajos y espinosos se llegaba a la orilla, donde una arena verde y apelmazada, con olor a cieno y a peces, encarcelaba al agua. A la izquierda, reflejada en la corriente, se levantaba la casa de don Illán: grande, pesada, cuadrada, sólida, de ladrillo ocre, fachadas cerradas, con dos únicas ventanas mirando al río, torre semicircular, como un barco con la proa sumergida dentro del agua, en la que el Mago tenía sus habitaciones secretas. El jardín tenía doce álamos, ocho cipreses, parcelas de verde y plata, rojo, amarillo y rosa; una pequeña huerta y, en el medio, una enorme jaula en forma de hórreo con perdices. En la otra orilla y frente al caserón de don Illán se levantaba la ermita de Nuestra Señora de Borges, rematada su humilde espadaña por una inmensa cruz.
Agobiada y circundada por el Tajo, la ciudad, un sofoco de casas apiladas unas contra otras, se asentaba sobre siete colinas en las cuales se erguían de derecha a izquierda, la Catedral, el Alcázar, el Palacio Arzobispal, la Iglesia de Santo Tomé, la Posada de la Hermandad, el Palacio del conde de Benavente y el caserón de la Inquisición, muy próximo al Tajo.
Cuando Carlos I estuvo en La Coruña, fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde, que había estudiado en la universidad de Salamanca y era deán de la catedral de Santiago, fue nombrado su confesor y capellán real. Era fray Jesús un hombre de ojos vivísimos, luminosos y labios carnosos, frente ancha e ideas brillantes, astuto y orador elocuente. Se decía, pero nadie lo podía confirmar, que era aficionado a la magia y que tenía poderes. Oyendo el castellano oscuro, casi ininteligible, de marcado acento extranjero del monarca, al confesor le costaba entender la retahíla de los pecados reales, que siempre giraban sobre el mismo tema. El rey era absuelto, una y otra vez, de haberse acostado o bien con una lavandera, o con la hija de su barbero, o con una princesa, o con dos (a veces tres) damas francesas del séquito de la reina y, en contadas ocasiones, de haber tenido oscuros pensamientos al reparar en el hermoso perfil de un mozo poeta castellano a su servicio. (Años más tarde volvería a sentir, al releer los versos del poeta una tarde de verano, el mismo sobresalto en la soledad de Yuste, y aunque comprendió su significado ya era demasiado tarde.)
El emperador, a instancias del cardenal Tavera, nombró Gran Inquisidor al deán de Santiago y éste se trasladó a Toledo. Al llegar a la ciudad imperial su primera visita, después de cumplimentar al rey y al cardenal Tavera, fue para don Illán. Llegó de noche; no era propio de un inquisidor visitar a un mago. Se paró a respirar en la plaza de la Custodia; se sentía viejo y cansado y ahora más que nunca –pensó– necesitaba vivir, para poder mandar herejes a la hoguera. Acostumbrado a la humedad de Santiago, el clima seco y áspero de Toledo le resecaba la garganta, naciéndole en el pecho un galope que le ahogaba. Miró al río, que era una cinta negra con reflejos lunares, y respiró hondo. Cuando las campanas de la catedral daban las diez y el deán iba a hacer sonar el aldabón de la puerta de la casa mágica, aquélla se abrió y el brujo le invitó a pasar. El deán de Santiago, distante, frío y autoritario, saludó a don Illán; éste, al doblar levemente la cabeza, sintió un escalofrío. Vidrios azules le salpicaron su cerebro.
Bajaron a las habitaciones secretas arropadas por el Tajo. Sus pasos resonaban. La humedad era una sábana verde que colgaba del aire. Hablaron. Al pedirle el Gran Inquisidor, bruscamente, la fórmula de la eterna juventud, el mago comprendió que el deán de Santiago venía en plan de guerra y se declaraba su enemigo. En el tablero del ajedrez de la noche y el alba jugaron la última partida. Amanecía cuando el brujo echó al deán de su casa. Al cerrar el portón el deán oyó un mugido lunar, un trueno líquido de plata y un galopar de muerte. En la catedral de Santiago, las campanas doblaron a muerto.
A pesar de los tapices que cubrían las altas paredes del alcázar, el emperador, que contemplaba el río y tenía un libro de poemas en sus manos, sentía frío. Acababa de firmar la ejecución de don Illán que Fray Jesús Jerónimo de Valdivieso y Vargas Bahamonde le había traído en persona. La muerte del brujo se llevaría a cabo el día del Corpus Christi, después de la procesión, en un solemne auto de fe en la Plaza de Zocodover, bajo el Arco de la Sangre.
Una hora antes de la ejecución de Don Illán, cuando la rica custodia de Arfe entraba de regreso en la catedral por la puerta del Perdón, el sol se apagó, los gallos cantaron, comenzó a llover torrencialmente, un viento de guerra movió la Campana Gorda de la catedral y su sonido explotó tímpanos de niños recién nacidos, hizo a los sordos oír, rompió cristales, derrumbó estatuas y rectificó el curso del río, que se salió de su cauce. Al desbordarse inundó parte de la ciudad baja y la furia de su corriente arrasó con el caserón de la Inquisición.
El cuerpo del deán de Santiago, Gran Inquisidor, confesor y capellán real, no se encontró jamás.
Revestido con casulla verde y plata, alba purísima de hilo, manípulo y estola de raso, guantes rojos, báculo y mitra dorados, presidiendo la gran estancia secreta, embalsamado por el abrazo del río, peces azules le ciegan su mirada, musgos de silencio le adornan su boca, algas tejidas por Salicio y Nemoroso le encarcelan sus manos, ángeles de cieno bautizan su memoria herética. Su deseo de vida eterna se cumplió.
Cada noche, el mago se acerca a él y le ofrece perdices asadas de cena.