030919.- Lo primero que hice al llegar a USA, mientras reforzaba mi renqueante inglés, fue comprarme una antología de poesía americana (que aún conservo y consulto) y empezar a escarbar a ver qué poemas entendía, que eran muy pocos. Entre ellos me encontré con uno de Pound que se titulaba “A pact”, un monólogo dirigido a Walt Whitman, que fue el primero que intenté traducir, con enormes lagunas y palabras subrayadas (sap, carved, pig-headed) necesitadas de diccionario. Luego me atreví con algunos poemas de Frost, los en apariencia anecdóticos, con Jane Kenyon y más tarde, el resto… Aparte de los que yo consideraba poetas me volqué en un músico, al que no consideraba poeta hasta que el 8 de mayo de 1980 (como me recuerda la anotación hecha por mí mismo) me compré los “Selected Poems 1956-1968” de Leonard Cohen. La primera canción, “Suzanne”, que me deslumbró, me la tradujiste tú. El día que entendí la música y la letra supe que el cantante formaría parte de mi vida. Y así ha sido. Mucho tiempo después tuve la suerte de verlo en persona, un año antes de que muriera.
Vamos al “Jewish Museum” donde tiene lugar una exhibición, “Leonard Cohen: A Crack In Everything”, dedicada al cantante canadiense basada, principalmente, en vídeos y entrevistas, con su música, su vida, etc. Las salas con como pequeñas capillas, en la catedral del recuerdo, oscuras, con cojines y asientos para que los fieles se postren a adorar a su dios que aparece, como un mesías, en una enorme pantalla que llena las paredes. Todos bisbiseamos, como si estuviéramos rezando, algunos parecen extasiados, otros sonríen con esa sonrisa que dan la añoranza y la melancolía, algunas devotas, ahora viejas y arrugadas, en otro tiempo jóvenes bellísimas, “rojas”, rompedoras, iconoclasta, el sexo como bandera de liberación, lloran mientras tararean, apoyadas en el hombro del marido o de la compañera, las canciones del Maestro que fueron su santo y seña, sus himnos en una época donde el mundo ardía con lo hippie, el mayo francés, las drogas, la minifalda, el sexo, los Beatles, la guerra de Vietnam…
La exhibición no enseña nada personal del Maestro, solo su música y su palabra, pero no hace falta, todos los que estábamos allí, viejos cansados, con dolores de espalda, sordos, arrugados, almas en pena sostenidos por el pasado, de vuelta de la vida, blancos y “cultos”, llevamos dentro de nosotros el mundo del Maestro.
Visitar la exposición es sobre todo, entrar en un mundo en blanco y negro y en un color borroso y lejano, es sumergirse en un mar donde la nostalgia aprieta, pero no ahoga, donde el tiempo pasado fue mejor, donde la magia de la música nos hace a todos volver a ser jóvenes y momentáneamente felices. Los que iban en sillas de ruedas, los que llevaban camisas floreadas (pasadas de moda), los de mirada borrosa, los que fueron fuego y belleza, cuerpos en flor, las frágiles sombras de juventud ajada, perfumadas de melancolía, pechos vencidos y pupilas turbias, todos, al cantar con el Maestro “Suzanne Takes You Down” o “Aleluia” nos sentimos libres de dolores y de vejez. Nunca hubiéramos podido imaginar que perderíamos la juventud y también la revolución, pero eso sí, sabíamos que nos quedaría la música.