A finales de los sesenta, en su luminoso ático de la calle de Alberto Aguilera en Madrid, desde donde se podía ver casi Toledo, antes de que levantaran la mole de “El Corte Inglés” y otros edificios, Alfonso Pérez Sánchez, con una copa de coñac en la mano, la habitación nublada del humo de los cigarrillos, el sol entrando suave por los ventanales en aquellas tardes frías, lentas y azules de invierno, leía en voz alta poemas de Cernuda y de Neruda con tanta fuerza y pasión que, a pesar de haber transcurrido casi cuarenta años, han quedado en la memoria de los que le escuchamos como uno de los momentos más felices de nuestras vidas:
una a una, con amoroso mimo,
las colillas que han ido dejando por los yertos
ceniceros oscuros.
Pérez Sánchez nació en Cartagena en el año 1935. Estudió Filosofía y Letras en la universidad de Valencia. Se doctoró en 1964, siendo Catedrático en la Complutense. Dirigió por ocho años el Museo del Prado, del que había sido subdirector por diez años. Es uno de los mejores especialistas en la pintura y el dibujo italiano y español del barroco. Ha publicado numerosos libros.
La poesía que el profesor Pérez Sánchez había escrito un poco a escondidas quedó por mucho tiempo descansando en los cajones del olvido. Quedó reposada, pero no olvidada, porque los que habíamos tenido la suerte de conocerla y saber de su existencia la manteníamos viva. Ahora, se ha publicado reunida en un volumen titulado escuetamente Poesías.1952-1968 por la Fundación Olivar del Castillejo, en la colección Ars Millenii. Acompañan los poemas un lúcido dibujo de Ramón Gaya, que es un detalle del “Bautismo de Cristo” (1958), y un emocionado e iluminador prólogo de Francisco Brines. Poesías agrupa tres libros: Turbio silencio, Apresurado goce y Más cierto que esperanza. En una “Nota del autor” el poeta llama a esta entrega “poemas de juventud”, no se sabe si con un cierto dejo de melancolía o de disculpa por lo que puedan tener de inmadurez. Sí, son poemas de juventud porque fueron escritos cuando el poeta era joven, feliz y enamorado, pero son poemas de madurez por lo que dicen y cómo lo dicen, por el discurrir ideológico sostenido con una precisión en la palabra y un cauteloso tono de lirismo, por el trazado verbal y la independencia de escuelas o generaciones (aunque se pueda identificar, en ocasiones, algunos nombres de moda en aquel tiempo). Los tres libros, dice el autor, “responden a momentos muy precisos de mi vida y seguramente reflejan situaciones y sentimientos que mucha gente de mi edad vivieron” y los tres tienen un nivel paralelo o superior a muchos de los libros de poesía que se publicaron en aquel tiempo y que se han publicado después. Libros que fueron premiados y definidos como “seminales” y que ahora tienen la semilla seca y vana; estéril poesía social, falsa poesía religiosa, agobiante poesía preciosista, cargante poesía barroca… Mientras tanto estos tres libros están frescos, llenos de luz, oliendo a mar, chorreando sangre y repletos de cuerpos, sin que el tiempo, tan inflexible con la poesía, haya podido con ellos.
En el soneto inicial de Turbio silencio el poeta se presenta orante a un Señor al que reza o habla. La primera palabra del poema es, significativamente, “carne”. Y los cuerpos van a ser, en la vida del poeta, en su vertiente profesional y en su trayectoria humana y vivencial, materia prima de conocimiento, de estudio, de amor, de amargura, de decadencia y muerte. Van a ser a veces árboles, a veces fuego, a veces silencio y a veces desvío. En los “adentros” del poeta fluye un “blando río / que a Tu inminencia crece y se derrama”. En este poema, incluida la mayúscula del pronombre Tú trascendente, la forma estrófica escogida, el tono y la identificación de la voz poética con la voz divina, se puede ver claramente un “vago espíritu de religiosidad difusa o misticismo ansioso que el ambiente y la obra de ciertos poetas del momento propiciaban”.
Turbio silencio está dividido en tres partes: “Yo en soledad”, “Inminencia de Ti” y “Final”. Hay una coherencia y una continuidad en las citas que el poeta intercala a lo largo del libro. Citas que nos desvelan y aclaran los nombres y la poesía que hacían “ciertos poetas del momento”: Unamuno, un fragmento del Salmo 38, Dámaso Alonso, Miguel Hernández y José Luis Hidalgo (que murió muy joven y que gozó de popularidad en aquel tiempo y que ahora está totalmente olvidado). Turbio silencio tiene un claro sonido, es limpia la palabra aunque haya una ansiedad oscura, un misticismo y una religiosidad que, en ocasiones, puede parecer artificial, anticipo de otra religiosidad mas honda que aparecerá en Apresurado goce, el segundo libro. Lo único turbio de este libro es el agua que corre hacia el mar del Tú trascendente y el tú humano. Río revuelto de pronombres personales. De Turbio silencio nadie diría que es un “primer libro”. El verso es terso, pulido, sonoro y bien trabajado. Metáforas que saltan luminosas y fogosas, damasquinadas de musicalidad gozosa. En el ya mencionado poema inicial, un soneto que comienza con “carne y sangre”, dos palabras fundamentales, cargadas de religiosidad y ritualidad, nos anticipan y delinean el argumento del libro y nos ponen en guardia de su religiosidad. No cuerpo, sino carne. No vino, sino sangre. El aliento de un Juan de la Cruz lejano se mezcla con la presencia de una voz adolescente y tierna.
en la inminente víspera del goce.
Ansia multiplicada por el roce
de innumerables tórtolas heridas.
Ojos en tibio vuelo adolescente
de la espiga a la flor y de ella al ave.
Mano que, en su torpeza, apenas sabe
acariciar un seno dulcemente.
Eso soy yo, Señor. Ardiente llama,
turbio silencio, desigual desvío.
En mis adentros fluye un blando río
que a Tu inminencia crece y se derrama.
Y mi dolor, en agrio desvarío,
suena Tu luz, y a Tu silencio clama.
Del “blando río” de Turbio silencio que iba a desembocar en la inminencia del Señor, llegamos, a través de un río desbordado y salvaje, al mar del placer que, después de todo, es el morir, “yerta quietud”. Apresurado goce, un libro de título revelador, compuesto de diecisiete poemas numerados y sin títulos, nos recuerda el descubrimiento de un cuerpo gozoso, el encuentro con el amor sensual, el choque con la luminosidad de una mirada, el “interminable goce, / renovado / a cada nueva luz, /a cada aurora. / Una carne, otra carne: goce, goce./ Irrenunciable hierro, / turbio y grave.” Nos avisa del temblor de unas manos, de la fuerza de la sangre, del milagro de unas brasas y del acoso de la dicha. Y aunque es un libro de preguntas, tan inseguro como es el amor, Apresurado goce es sobre todo un libro con muchas respuestas, tan seguro como es también el amor. En este poema de bellísimos endecasílabos la voz poética recuerda solamente “il nome” de la persona amada y “la mansa quietud del recuerdo” :
Tuve tu carne y tu calor entero.
No sabré más quizá. Tu nombre siempre
y la mansa quietud de tu recuerdo.
Agrias serpiente, afiebrados tigres,
locas panteras firmes y rugientes
nos galopan confusas por la sangre.
Gritos de selva damos en el beso,
y en las manos, un agua espesa y verde,
llovida de la selva, nos arrastra
en el ardiente sueño de los goces.
ayúdame. Me sabes acosado de dicha:
la de su amor y el Tuyo.Y esa dicha remota
sólo será potente, poderosa y perfecta
en el gozo perpetuo de su carne presente.
En los dos libros precedentes había preguntas; en el primero las preguntas eran al Señor y no fueron nunca respondidas porque el Señor es mudo y sordo con ciertas voces. En Apresurado goce las preguntas eran al amado y el amado no responde nunca cuando está en ejercicio amoroso ya que en el amor no hay palabras. En Más cierto que esperanza empieza y termina el libro con preguntas a la vida pero ésta tampoco tiene respuestas. El poeta se pregunta y nos pregunta en el primer poema, que es uno de los más hermoso de todo el volumen:
…
¿Dónde estarán las aguas que otro tiempo fluyeron;
las que supieron toda la belleza fragante
de adolescentes muertos hace ya tanto tiempo
que ni sus huesos quedan para decir quien fueron?
En el último poema nos vuelve a hacer y nos hacemos estas tres preguntas escalofriantes, breves, dolorosas como tres puñaladas:
Nada me diste. En la distancia
algo te debo: el eco solo
de tu presencia iluminada,
que me devuelve cada día,
al decírmelo sin palabras,
la afirmación primera, signo
del sentido que me faltaba.