Sergio Mayor Ciudad mori Karima Editora, 2020
I
Cuando lo descubrí acababa de dejar el capelo cardenalicio (Hic iacet pulvis, cinis et nihil) y se había revestido con la chilaba con olor a incienso amargo. Iba a ir a Granada donde Ana le había comprado una camisa. Por el camino recordó cuando iba dentro del Caballo de Troya que, por un momento, confundió con Clavileño. Entró en un bar y pidió un vaso de agua bendita, recortes de obleas ateas y un cucurucho de almendras garrapiñadas. Alguien tocaba Schubert y los peces y las truchas abandonaban el Darro. Sintió frío, recordó cuando vivió en el desierto de Omaha, donde llegó a comer saltamontes místicos de uno de los cuadros de El Bosco. Dudó de la existencia de la Alhambra y derramó lágrimas amargas, parecidas a las del San Pedro del Greco, lágrimas que Teresa de Ávila recogió en un frasquito con las que hizo la pócima para la levitación. Confundido entró en la ciudad mori, como entrara Jesús en Jerusalén, entre ramos y palmas. Una folclórica cantaba el Hosanna de Vivaldi por peteneras.
II
Entras en la ciudad mori de la literatura del yo y sales convertido en un monstruo de siete cabezas, vagabundo y príncipe, arruinado y enriquecido, sintiendo fuego en la cabeza, como doña Emilia (Dickinson), con el corazón como el de Jesús, el costado asaetado como un Sebastián renacentista, horny as hell, flechas en los testículos, cilicios en la piel de la razón. Entras en “Ciudad mori” con el yo de andar por casa y sales con el nosotros de la erudición, de la cita elocuente, del chorreo onomástico de borges ciegos que ven y músicos sordos que oyen. Sales agradecido de haber encontrado un manuscrito escrito por un tal Sergio Mayor, que fue hermano menor de Derrida, Godard o Walter Benjamin, que conoció a Dante y tuvo relaciones al itálico modo con Boscán. Entras en “Ciudad mori”, un retablo destruido en la II Guerra Mundial y reconstruido por Sergio Mori y sales hablando miles de lenguas, encendido el fuego de la memoria, un incendio, como el de Roma, que devora la mirada.
III
Del coro al caño y del coño a la celda. De la ciudad mori, donde vive la mujer de la calle Tablas, a los días de Inglaterra, del mundo de los bares a los lugares elementales, de una mujer llamada Ana a unos aeropuertos interiores y a la salida, donde nada existe demasiado. Queda en el corazón de un artesano de Bruklin, la presencia del talento y de la generosidad de Sergio Mayor que colaboró en unos “Cuadernos de Humo” que se iluminaron con la escritura fogosa, envuelta en chisporroteos ascéticos, desmayos piadosos y borracheras de alcohol de quemar.
IV
Cuando el Arcipreste de Bruklin, con la capa pluvial empapada de incienso, descubrió al Gran Maestro del Yo, (del yo pueblerino al Yo mayestático) sintió como si hubiera encontrado la Quinta Sinfonía de Brahms o la obra que Saki nunca pudo escribir, fue tocado por el dardo místico de la ironía, el puñetazo de la metáfora en ciernes, se sintió como el profeta Isaías: sus ojos habían visto al escritor invisible hacerse luz, al forajido de la justicia poética poner rimas al Darro, dejar escrito para futuras generaciones un tratado de sociología, un índice onomástico entre la espada y la pared, entre la realidad del aljibe y el deseo del agua. Uno quedó borracho de imágenes, envenenado por la prisa de la prosa de Sergio Mayor, el Salinger de Granada, y supo que el dios que nunca duerme (el dios de Nueva York, donde las navajas escriben con faltas de ortografía) le había hecho realidad la profecía del nacimiento de un profeta Mayor.
V
“Ciudad Mori”, del yo al nosotros pasando por el usted de la muerte y el tú de la vida. Algo más que un libro: un prodigio, un resplandor, un milagro. Imprescindible.
Magnífico
Muchas gracias.
Qué buena reseña, amigo Hilario. La merece por ser tan magnífico como sorprendente.
Gracias por tus exquisitas palabras.
El libro, desde luego, me duele, me acaricia, me zarandea, me eleva, me pisotea… es tremendo.
Muchas gracias querido Juan. El libro, como tú dices,es tremendo: un milagro. Abrazos