De niño la recuerda arropando el cuerpo de un compañero de colegio que dormía (eso le dijeron) sobre una colcha de flores. Como en un cuento.
De joven la trataba como a una pariente lejana, enigmática y misteriosa, un personaje más literario que real, alguien que sólo escribía cartas en tinta negra y faltas de ortografía.
Después, cuando fue herido con lo que llaman amor y su vida era fuego, vendaval, pasión y escarcha, la comenzó a sentir más cercana y tuvo miedo que mezclara su ansia de vivir y, que celosa, quisiera entrar a la alcoba sin llamar y vestir a la noche de novia.
En medio del camino de la vida tuvo que enterrar a muchos de sus amigos y la pariente merodeaba, como perra en celo, por el lecho arañando miradas, lamiendo cicatrices y llevándose cuerpos en flor.
Ahora que el amor tiene los huesos contados y las sombras son de ceniza, uno sabe que la pariente viene, en el tren expreso de la madrugada, a vivir con ellos y que, tarde o temprano, oxidará los railes, apagará la mirada de terciopelo del jefe de estación y se hará la dueña del andén dejando al último viajero desamparado.