Segunda entrega.
Después de los saludos, apenas en el umbral, nos dice: “¿Tengo que quitarme los zapatos”? La cosa empieza bien.
Alex es alto, delgado, educado, de Maryland aunque vive en Brooklyn, ha sido vecino de Auster y había ido a la escuela con la hija del escritor. Viene con seis bolsas de plástico de “Fresh Direct”, una compañía de alimentos a domicilio. “Son perfectas, -dice cuando ha terminado de elegir los libros- para meter cuatro columnas”. Llenas las seis bolsas y con más libros que llevarse nosotros le damos una. “Voy a pedir un Uber” – dice.
La tarea ha sido rápida. Va sacando los libros, los mira, los abre y los elegidos van a una de las montanas. Los trata como si los conociera. Y los conoce.
Le preguntamos si quiere un café y nos dice que sí, “no leche, no azúcar”, se lo hace el jefe y al traérselo lo coge y lo deja en una mesita y sigue con la tarea. “A las doce tengo que abrir el negocio”, nos dice disculpándose por ir a lo suyo.
Le dejo “en lo suyo” y observo que sabe lo que hace. Comenta que pocas veces ha visto una selección de poesía tan completa. Le comento que es el resultado de muchos años de trabajo.
Al terminar me pregunta si conozco a Bolanos (sin eñe) y me comenta que los libros en portugués se venden muy bien. Claro, Pessoa y Saramago. Le comento si conoce a Eugenio de Andrade o a Al Berto y no los conoce.
Le ayudo a colocar los libros y, mientras tanto, me dice que el que más le ha gustado, hasta el punto de que se va a quedar con él, es uno con la poesía de Mao impreso en China. No hay duda de que el librero es joven y no precisamente partidario de Mr. Trump.
Cuando se va me acerco a las estanterías que aparecen maltrechas, como un ejercito de soldados heridos después de la batalla y veo, con alegría, que ha dejado libros que eran parte de mi educación en este país.

Nos ofrece una módica cantidad en metálico y un crédito para usar en la tienda. Y, de pronto, recuerdo la vitrina y el libro contemplado.Y quedamos en vernos en la tienda…
Continuará…