Estamos pasando a limpio (¿o es a sucio?) el diario de 2016. Y leo esto que me lleva a una tierra donde hay peces misteriosos y amores posibles.
210416.- Volver a Coney Island es volver al pasado.
Esta mañana, armados con las cañas de pescar imágenes y los anzuelos del recuerdo, aprovechando el segundo día de primavera, después de un largo y oscuro invierno que ha hecho que todavía los almendros del Botánico del barrio no hayan despertado, hemos visitado un territorio donde habita, en cierto modo, el olvido.
Antes de llegar al mar hemos paseado por una parte del barrio ruso que es una manera de pasearse por barrios de la Europa del este: tiendas de regalos donde la curva es de puro retorcida casi recta, donde el recargamiento, los dorados, el falso rococó, el cristal agobiado, los relojes afónicos, las flores imposibles, las mariposas de tan retorcidas casi surrealista llenan escaparates repletos, no un solo hueco para que el polvo respire. Tiendas con huevos de Farbege hechos en China, iconos en marcos de plástico, matrioskas grotescas con rostro de presidentes rusos… Lo único hermoso, en una de las tiendas, son los libros en ruso, las óperas, la música. A duras pruebas, tú logras traducir algunos de los autores y de la materia en la que están agrupados: Poesía, política, historia, Cervantes, Puskin, Atmatova… Tiendas de agache donde el poliéster es el zar de la casa, tiendas para mandar dinero a países que uno confunde entre históricos, de asesinatos y revoluciones y atropellos: Latvia, Letonia, Servia, Hungria… Barrio en donde el inglés es un idioma en extinción, hombres de rostros arrugados, mujeres maquilladas como matrioskas, panaderías con olor a canela y a estepa rusa, a nieve confitada.
Ya cerca del mar florece el olor a algas, a gaviota en celo, a brea y a madera podrida. Ancianos sentados tomando el sol, algunos paseantes, varios colegios con niños de primaria que posiblemente traen por primera vez a que conozcan el mar, una pareja de jóvenes, ajenos a la vida, al grito de las gaviotas, al crujir de la arena, se besan con coraje, como si el mar fuera a llevárselos, un grupo de mujeres musulmanes con velos miran el mar mientras que el aire mueve sus túnicas.
Me adentro en el espigón que está lleno de pescadores y mientras los contemplo uno de ellos grita: “Es grande, es grande, este es grande”. Y todos lo demás compañeros abandonan sus puestos y se acercan a ver lo pescado. Tira de la caña y cae el pez en el suelo. Se mueve haciendo eses y el pescador lo coge y lo acaricia. Es un pez con alas, como de mármol, con ojos como dos bolas de carbón piedra, un pez que parece mitológico, casi prehistórico, las alas como conchas de nácar. Uno de los pescadores le arranca el anzuelo de la boca y el pez respira hondo. Otro saca una balanza y lo pesa: tres libras y media. Se forma un remolino de gente, alguien quiere comprar al pez, otro quiere que lo devuelva al mar, otro que lo guise, otro quiere llevárselo a casa. La gente le hace fotos como si fuera una celebridad. El pez de vez cuando da un estertor. Uno de los pescadores lo acaricia. Alguien trae una bolsa de plástico negra, como una mortaja, y lo mete en ella. “Ciérrala bien”, dice mientras hace un par de nudo con las asas. Y cada pescador vuelve a sus sitios a la espera de otra presa.
El parque de atracciones, remodelado y puesto al día, está cerrado. Un parque de este tipo es el triunfo de la decadencia, del poliéster y del neón. A través de las barras se ve la noria, como un enorme girasol, inmóvil, presa. Un parque cerrado, sin el trote mecánico de los caballitos, si el griterío de los niños, sin el chisporroteo de los puestos de tiro al blanco, es un poco como un cementerio donde la muerte monta, juega feliz y gratis en todas las atracciones.
Baja la marea cuando nos alejamos y la arena de la playa se desnuda del lienzo que el agua se va llevando en su retirada. Descienden unas gaviotas tan rápidas cerca de los cestos donde los pescadores tienen los cebos que parecen rayos de cristal líquidos. Se han ido los amantes, se han ido los niños de las escuelas, hay una cola de gente en Nathan´s, el puesto de perritos calientes más famoso del entorno y se llena el aire de olor a aceite y a pimientos fritos. Tú dices que tenemos que venir a ver el acuario, que nunca entramos y yo pienso en el pez alado que se asfixiaba bajo un sol como de los años cuarenta, “un pez de juguete, planeando sobre su piel de caoba medieval una luz silenciosa”. Un pez que hubiera podido estar a la venta en uno de las tiendas de regalo donde venden copas en las que Scarpia hubiera ofrecido un licor a Tosca, anzuelos de raso, pájaros de metal y un pasado lleno de nostalgia de la vieja Europa mezclado con la joven América.