Cuadernos de Humo

Vender el cuerpo


Estoy leyendo El hombre que vendió su cuerpo al diablo, novela de un olvidado con una vida fascinante: Antonio de Hoyos y Vinent, (Madrid 1884-1940), aristócrata y anarquista, homosexual y sordo, un personaje pintoresco perteneciente a la corriente estética del decadentismo. Abre la novela un prólogo magistral lleno de referencias culturales, ideas, matices, reflexiones y un aliento poético. Un texto de un autor que, sin saber su nombre, se adivina por su estilo, personalidad y sabiduría. Un prólogo que dice poco de la novela pero que nos invita a leerla.
Paso el enlace de la novela por si alguno está interesado en leerla.
https://archive.org/details/elhombrequevendi00hoyo/page/n5/mode/2up

SOBRE EL HOMBRE QUE VENDIÓ SU CUERPO AL DIABLO
 
«Con lo que está pasando ahora en el mundo y cuando los pueblos venden sus patrias al terrible diablo de la guerra, a Huitzilopochtli, viene este hombre —se dirá el lector— a hablarnos del hombre que vendió su cuerpo al diablo. ¿Y qué nos importa el cuerpo? ¡Lo que nos importa es el alma!»
Mas yo te digo, lector de este relato, que es ahora, cuando el mundo civil y que profesa ser cristiano se siente sacudido por el conflicto demoníaco que es la actual guerra, que es ahora cuando todos nuestros demás conflictos los más íntimos y los más personales, nos sacuden más poderosamente. Cuando el viento del pecado colectivo, del pecado original, azota a los pueblos es cuando el vaho de nuestros ocultos pecados nos nubla y enturbia el espejo del corazón.
¿Y no crees, lector, que el trágico mundo de pesadilla que aquí́, en este relato se te presenta, es el que ha producido la tragedia dije sangre de que eres abatido espectador? Este mundo que aquí́ se te muestra es el envés cuyo revés es la guerra. Son los que vendieron sus cuerpos al Señor de Satanás a cambio de todos los placeres y todos los goces, sin que su alma tuviera nada que ver en ello o así lo creían al menos los que han llevado tantos y tantos cuerpos humanos, a los que iban unidas las almas, enclavijadas a ellos, a ese horrible matadero de los campos de batalla.
Y menos mal los cuerpos que se han hecho tierra. Mas el que traza ahora estas líneas no olvidará mientras viva, por mucho tiempo que sea, el horror silencioso y blanco que le produjo una visita a un hospital de arreglar caras, en Udine, en el frente italiano. No hay bolgia dantesca, con sus tinieblas y su gritería de maldiciones, que pueda superar en horror a aquel hospital henchido de luz, todo blanco, oliendo a yodoformo y ácido fénico, en que no se oía un grito. Y aquella enfermera teniendo un recipiente para que en él se desaguase un pobre cuerpo ciego — toda la cabeza y ojos vendados— ¡y sin manos!
Y quién separa el cuerpo del alma. ¿Qué es el alma fuera del cuerpo? Puede el alma creer que su papel en la vida es sólo el de espectadora, pero…
Pedro Schlehmil, el del maravilloso cuento de Chamisso, vendió su sombra al Demonio, y pronto supo lo que es vender la sombra y lo que ésta es y vale. ¿No tendría acaso razón el Dr. Uises —pseudónimo del filósofo Fechres para sus obras humorísticas— cuando en una de sus Cuatro paradojas sostuvo que la sombra es viva, que la sombra es el alma de los volúmenes corpóreos y que éstos son a ella como el cuerpo es al alma? Pedro Schlehmil vendió SU sombra y estuvo a punto de dar luego su alma por su sombra. Gracias que le salvó el hallazgo de las botas de las siete leguas que le permitieron entrar en el mundo del más amplio conocimiento.
Vender el cuerpo… ¡Vender el cuerpo…! Es acaso más trágico que vender el alma. Porque el alma, aun vendida, clama por su primer dueño y se vuelve a él, escapándose de su com|krador. El alma vendida, esclava, sirve mal a su comprador. Mientras el cuerpo… ¿Y acaso el cuerpo, no es también alma?
Y el cuerpo destocado del alma es presa de la más terrible pasión, de la pasión fría, de la pasión de hielo. Porque no todo el infierno es fuego. Caronte, al acercarse al grupo en que estaban Virgilio y el Dante, les dijo a las almas que iba a llevárseles a la otra orilla, a las tinieblas eternas, al fuego y al hielo.
Fvegno per cuenaris de altra riva Nelle kenebre eterne, in caldo e in gelo
Y luego el Dante nos cuenta de los barrancos de hielo en que nieva eternamente sobre las almas.
Sí, hay la pasión de hielo. No siempre nos atraviesa las entrañas la daga encendida al blanco de fuego; nos las desgarra también la espada de hielo, que como la otra quema. Y hay el goce de hielo; hay el pecado de hielo.
Hace falta para que los monstruos sean monstruos que exista el pecado, se dice aquí, ¡Claro, como que el pecado no es sino la monstruosidad! Y hay monstruosidades frías, literarias. Porque así como la poesía, la verdadera poesía, es fuego, así la literatura no es sino hielo.
Aquí se habla de envenenados de literatura. ¡Y qué verdad! Lo sabía bien el pobre Lelián, aquel Verlaire que pudo decir: et tout le reste… litterature, ¡Y ay cuando el resto es toda la suma!
¡Los monstruos! Los monstruos nacen de ayuntamientos hechos en pasión fría, en furores de témpano polar.
«Alma es femenino al fin y al cabo.» Sí; pero espíritu es masculino.
«Mas ¿es que espíritu no es lo mismo que alma?» —preguntará el lector. No, no es lo mismo. Sabíanlo bien los griegos, y de ellos lo aprendió Pablo de Zarso, el apóstol de los gentiles. Hay cuerpo: soma; alma: psyche y espíritu: pneuma. Y hay los corporales o somáticos, los animales o psíquicos y los espirituales o pneumáticos. Y acaso esc que cree vender al Diablo el cuerpo, lo que vende es el alma, y si no le queda espíritu, ¡ay de él! Porque no todos los hombres tienen espíritu, muchos no tienen ni alma, y hay unos pocos, los Santos, que cabe decir que no tienen cuerpo.
O más bien que su cuerpo es un cuerpo glorioso, todo espiritualizado. El que estas líneas divagatorias y excéntricas o. descentradas en derredor del hombre que vendió su cuerpo al diablo escribe, terminó uno de sus sonetos con este verso: que es el fin de la vida hacerse un alma.
Y así es. ¡Dichoso el hombre que al morir ha encontrado su alma! Y acaso no es la vida sino eso, una peregrinación del hombre en busca de su propia alma; y al cabo se la da Dios, si se la da, a cambio del cuerpo; y es cuando muere. !Bienaventurado el que al morir puede dar su cuerpo por el alma!
Mas en todo caso no nos salvará el que fuimos, sino el que quisimos ser. Nuestro dechado, aquel yo por el que suspiramos, es el ángel de nuestra guarda.
«Pero has sido peor que todo eso; has sido curioso y frío. Un espíritu especulativo se ha albergado en ti; has probado todos los vicios, pero no has sido vicioso, porque no has gozado de verdad, sino has analizado y has sido consciente en ellos…» Y así sigue hablando a Tulio su alma, su careta. Le dice que vivir es arder en una llama; pero que fue frío, y en el infierno hay para él demasiada pasión. Pero el infierno de fuego no es eterno; el fuego al fin consume cuanto toca y se consume al cabo. El fuego infinito, el calor infinito, es la suprema dilatación, es la disolución. Y a su vez el frío infinito, el hielo infinito, es la suprema contracción. En el fuego infinito redúcese todo a un átomo y se borra. Es la terrible nada por congelación.
—«Hermano, ¿le duele algo, tiene sed?». Con estas palabras que la monja dice a Tulio acaba este relato. Y así es, dolerle a uno algo es tener sed. Y no siempre sed de agua. Lo más frecuente sed de amor, sed de fuego, sed de tragedia. Porque sólo la tragedia depura y eleva al alma sobre las monstruosidades del pecado.
Tulio cayó en tierra, junto á las trincheras; en tierra bautizada con sangre ardo- rosa. Y al tocar su cuerpo aquella sagrada tierra, bajo el salmo de la Marsellesa, quedó su cuerpo rescatado del Diablo. ¿No os dije que este relato nos semeja en el espíritu las mismas hondas inquietudes eternas que la guerra? ¿Y no está acaso la tempestad de fuego y sangre—llueve sangre—de la guerra arrastrando a los monstruos del pecado de hielo?
** Esto ha sido escrito en una especie de pesadilla especulativa o metafísica, provocada por el brebaje de pesadilla que en este relato del hombre que vendió su cuerpo al Diablo nos ofrece aquí Antonio de Hoyos. Y yo le ofrezco al que lo haya de leer estas reflexiones divagatorias y excéntricas que me ha sugerido.
Cuando un escritor sugiere algo, suscita en el lector ideas e imágenes—que es mejor que prestarles las suyas, ya hechas— ¿para qué quiere más? No es a darle lo nuestro, sino a revelarle a cada uno lo suyo a lo que debemos aspirar los escritores. Nuestra verdadera vida es nuestra obra. ¡Dios nos perdone!

Miguel de Unamuno

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