Es un poeta de los de antes, de los de siempre, un poeta que vive la poesía y que la siente. Un poeta que se arrima a la rima jugándose el dolorido sentir y a punto de ser alcanzado por la melancolía. Un poeta que nos avisa del paso del tiempo y de la abrumadora zancadilla de la muerte, un poeta al que se le entiende todo, un poeta claro, cercano, cálido y acogedor. La poesía de Antonio del Camino está envuelta en una ardiente claridad, en situaciones cotidianas, en el perfume de una celinda, en la jura de la bandera, la luz de la infancia, el encuentro con unas fotos de cuando el poeta era joven, un patio de vecindad… la vida a chorros, la muerte presente, “entre nosotros” y el viaje definitivo, el amor floreciendo y el recuerdo de Machado, Juan Ramón Jiménez…
Antonio del Camino es maestro en dar vida a la arcilla de la poesía, él sabe que “somos arcilla trabajada por las manos del tiempo”. Este tiempo que tiene unas señales que nos marcan los pasos de la muerte y sus latidos.
Las señales del tiempo (Mahalta Ediciones) es la confirmación, una vez más, de la entrega y lealtad, del estilo, de la voz y postura de Antonio del Camino, desde aquel Del verbo y la penumbra, accésit del Adonais, pasando por casi una veintena de libros que constituyen la obra poética, por ahora, del poeta de Talavera.
Un libro construido en tres espacios con sólidos cimientos y firmes materiales en donde son protagonistas la muerte y la infancia, el amor y el tiempo, el recuerdo de los abuelos, del padre, la presencia amorosa de la amada y las huellas o señales del tiempo: los indicios del tiempo.
Los que conocemos y seguimos la poesía del poeta apreciamos y celebramos dos destacadas virtudes en el taller formal de Antonio del Camino: la agilidad en el uso del endecasílabo, un admirable ritmo y, por supuesto, la maestría a la hora de escribir un soneto. Un poeta es poeta cuando es capaz de escribir un buen soneto. Antonio lo ha demostrado con cientos de ellos.
Frente a tanto despilfarro de poesía sin sentido, frente a tanto abuso en la forma y en el fondo de poemas anodinos, prescindibles, de ocasión, Las señales del tiempo, que abre con un brillante prólogo (o introito) de Alfredo J. Ramos, es un libro que continúa la emoción, la sorpresa y la esperanza de la poesía de siempre, la que queda, la que nos da señales, nos avisa, nos abre caminos, nos reconforta y, como quería Emily Dickinson, nos hace sentir en todo el cuerpo un frío que no hay fuego que pueda calentar, como le ocurre a uno al leer Las señales del tiempo.