Ayer celebraron un encuentro hace 52 años en Barcelona. El tiempo ha ido destejiendo el tapiz que cubría el lecho, la vida oscureciendo el camino, salpicando de despedidas la agenda, apagando de cuajo cuerpos fogosos, robando la leña que esperaba ir al fuego. Sigue lo que llaman amor, que no lo es, amar es algo más que un poema: es una vida, sentir tu mirada como recién descubierta, escuchar tus palabras como recién pronunciadas, medir tu cuerpo como recién encontrado. E ir contando los días que nos queden para volver a empezar.
Ahí va agradecido a los que lo han probado y lo saben, a los que nos han ayudado a pasar el día y, a ti también, este poema inédito que evoca una época en la que aun no te había conocido.
PAN Y QUESITO
Con el tiempo aprendió que tenía otro nombre:
robinia o falsa acacia,
que era un árbol longevo, muy frondoso,
de flores venenosas profundamente perfumadas,
con corteza marrón y con fisuras.
Cuando el niño no tenía casi sombra
la hermana Aurora le dictaba:
“Las acacias dan flores blancas”,
al vestirlo su madre le hacía repetir
“Bendita sea tu pureza, y eternamente lo sea…”,
y recuerda que el día de su primera comunión los zapatos
eran dos perros que mordían el sexto mandamiento.
Entonces llegar junto a la acacia
era para el muchacho alcanzar la tierra prometida
envuelto en un aroma de piel suave,
plato del día para una infancia feliz.
E incluso aún más tarde,
cuando su sombra era coraza,
el santo y seña para entrar al infierno,
a sótanos con cuerpos en la cruz del deseo,
los torsos estriados con renglones torcidos,
el mozo se acordaba del árbol de su infancia
y no encontraba letras para acabar la frase,
deletreando acacia con una hache muda.
Ahora que la sombra es espesa,
es tarde para volver a casa, encontrar a su madre,
regresar al colegio, al barrio y a la acacia,
el viejo duda si el árbol existió alguna vez
y si él tuvo infancia.