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“Renuncio a Satanás, / a sus pompas y a sus obras / y me consagro de nuevo
/ al servicio de Jesucristo”. Lo
estuvimos ensayando en el colegio durante una semana y la hermana Aurora nos
decía que teníamos que decirlo más claro y más fuerte y con más convicción;
algunos nos confundíamos y a otros se les olvidaba el texto a la mitad. “No se
os olvide poner la mano sobre los evangelios – nos decía la monja –. Andad con
paso firme, la cabeza alta, solemnes, recordad que acabáis de recibir el cuerpo
de Jesús por primera vez, que sois sagrarios vivientes”. Yo lo ensayé en mi
casa y me lo repetía cada cinco minutos. Pregunté a mi madre qué significaba
eso de “pompas y obras” (que todavía no sé muy bien) y me dijo que tenía “que
ser bueno, querer al niño Jesús, no pecar para no ir al infierno”. Llegó el día
señalado, una vez terminada la misa nos pusimos en fila y fuimos consagrándonos
de nuevo al servicio de Jesús; a unos se les olvidó por completo, ni siquiera
la palabra “renuncio” les salió, otros pudieron decir dos “versos”, otros lo
dijeron todo, alto y claro, solemnes y emocionados. De ese día me queda un
cansancio y un dolor de pies, un sentimiento de inocencia, un olor a incienso,
un chocolate espeso y festivo, mi hermano mayor con un traje nuevo con una
chaqueta sin solapas y un recordatorio que decía: “El niño Hilario Barrero Díaz
hizo su primera comunión el día tantos de tantos de mil novecientos tantos en
la iglesia de San Marcos”. Había una imagen de El Buen Pastor con una oveja
blanda y estúpida entre sus brazos y la siguiente frase: “El que come mi carne
y bebe mi sangre vivirá en mí eternamente”.
Me queda también una fotografía que me hicieron a la salida del templo,
con un compañero de colegio que se llamaba Alejandro; él lleva un traje de
marinero, yo un traje de dos piezas, de chaqueta corta, corbata blanca,
guantes, devocionario, rosario y unas gafas redondas. Me queda el sabor dulce de un trozo de pan.
/ al servicio de Jesucristo”. Lo
estuvimos ensayando en el colegio durante una semana y la hermana Aurora nos
decía que teníamos que decirlo más claro y más fuerte y con más convicción;
algunos nos confundíamos y a otros se les olvidaba el texto a la mitad. “No se
os olvide poner la mano sobre los evangelios – nos decía la monja –. Andad con
paso firme, la cabeza alta, solemnes, recordad que acabáis de recibir el cuerpo
de Jesús por primera vez, que sois sagrarios vivientes”. Yo lo ensayé en mi
casa y me lo repetía cada cinco minutos. Pregunté a mi madre qué significaba
eso de “pompas y obras” (que todavía no sé muy bien) y me dijo que tenía “que
ser bueno, querer al niño Jesús, no pecar para no ir al infierno”. Llegó el día
señalado, una vez terminada la misa nos pusimos en fila y fuimos consagrándonos
de nuevo al servicio de Jesús; a unos se les olvidó por completo, ni siquiera
la palabra “renuncio” les salió, otros pudieron decir dos “versos”, otros lo
dijeron todo, alto y claro, solemnes y emocionados. De ese día me queda un
cansancio y un dolor de pies, un sentimiento de inocencia, un olor a incienso,
un chocolate espeso y festivo, mi hermano mayor con un traje nuevo con una
chaqueta sin solapas y un recordatorio que decía: “El niño Hilario Barrero Díaz
hizo su primera comunión el día tantos de tantos de mil novecientos tantos en
la iglesia de San Marcos”. Había una imagen de El Buen Pastor con una oveja
blanda y estúpida entre sus brazos y la siguiente frase: “El que come mi carne
y bebe mi sangre vivirá en mí eternamente”.
Me queda también una fotografía que me hicieron a la salida del templo,
con un compañero de colegio que se llamaba Alejandro; él lleva un traje de
marinero, yo un traje de dos piezas, de chaqueta corta, corbata blanca,
guantes, devocionario, rosario y unas gafas redondas. Me queda el sabor dulce de un trozo de pan.
Me quedo con esa imagen de El Buen Pastor con una oveja blanca, que conservo en algún rincón del olvido; día sin chocolate, y dos corderos asados por mi padre, (el mejor cocinero, sin horno; leña, cielo y tierra) queso y membrillo. Viandas para compartir con la familia. Alguna foto y curiosamente, solo la cara de uno de mis primos. Gracias por acercarme mis propios recuerdos.
Gracias a ti, Mercedes, querida y puntual amiga. Un beso
El texto es precioso Hilario. Yo lo que me acuerdo de mi Primera Comunión es que a los pocos días me abuela cayó enferma y la tuvieron que operar de urgencias y era una operación complicada y difícil, a vida o muerte en esos tiempos, y que yo la vi desde el balcón salir en un taxi hacia el Hospital de Guadalajara y que recé por ella, con la fe de un niño que acababa de recibir la Primera Comunión, y que la operación fue bien y que mi abuela se salvó y que yo pensé que mi abuela se había salvado gracias a la fe de un niño de Primera Comunión.
Un abrazo
Jesús
Tu, mejor que muchos, sabes que la fe mueve montañas y cura a una abuela enferma. Sobre todo la fe y la oración de un niño. Ojalá pudiéramos volver a serlo y no haber perdido la inocencia. Gracias por tu texto, tan lleno de vida, y por pasarte por aquí. Un abrazo.