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Mi tío
Andrés, el marido de la hermana mayor de mi padre, fue alcalde de San Martín de
Valdeiglesias a finales de los años cuarenta y principio de los cincuenta.
Acompañado de su mujer y su hija venía a pasar las Navidades con nosotros. Los
primeros años traía puesta una camisa azul, llamaba de tú a Girón y era amigo
de Ridruejo y Serrano Suñer. Mi tía era la maestra del pueblo y le llevaba diez
años a mi tío. Era muy seria, “una Barrero”, comentaba mi madre. Tenía, en la
planta alta de su casa, un oratorio donde rezaba el rosario cada noche. De
comunión diaria, cuando se veían mi padre y ella, dialogaban sobre el Cántico
espiritual o las Siete moradas, que a mi hermano mayor y a mí
parecía que hablaban del Castillo de San Servando. Mi tío leía el ABC, llamaba
cabrones a los que no pensaban como él, tenía un carácter muy cordial, unos
ojos como dos diamantes y era un buen bebedor. Cuando supo que me gustaba la
poesía, me regaló varios libros que tenía en su biblioteca, entre ellos
volúmenes en preciosas ediciones de poetas falangistas o del régimen. Guardo
aquí dos: Eugenio o la proclamación de la primavera, del olvidado
Rafael García Serrano, publicado por Ediciones Jerarquía, fechado en el MCMXXXVIII
y con una dedicatoria que estremece: “Para mayor gloria del César joven, José
Antonio… En memoria de todos los caídos antes de la guerra. En memoria de todos
los camaradas que murieron por la Revolución Nacionalsindicalista. Presentes”.
Y los Sonetos a la piedra, de Dionisio Ridruejo, editado por la Editora
Nacional. Siempre me llamaron la atención tres cosas del libro: las
ilustraciones, las personas a las que iban dedicados los sonetos y la nota,
toda en mayúsculas, que iba al final del libro: “Este libro de “Sonetos a la
piedra” fué (sic) emprendido en la primavera de 1935 e iba más que mediada la
composición en el verano de 1936. No obstante, el último de sus sonetos queda
fechado en 1942. Se acabó la impresión en el mes de noviembre de 1943 en los
talleres tipográficos de Silverio de Castro, 40, Madrid. Las ilustraciones son
originales de José Caballero”. Cuando me hice mayor y supo que me gustaba
Alberti me dijo: “Ese es un jodío comunista y un cabrón de armas tomar”.
Se llevaba muy bien con mi madre y los dos, en la cocina, mientras mi padre y
mi tía hablaban de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús, bebían un vermú y
hacían bromas sobre la seriedad de sus respectivos cónyuges. Yo pasé un verano
con ellos y descubrí en el jardín, mientras mis tíos dormían la siesta, el
peligroso perfume de la rosa y el traicionero reflejo del agua en el estanque.
Y sentí, por primera vez, el filo de una navaja oxidada que desgarraba mi
corazón.
Andrés, el marido de la hermana mayor de mi padre, fue alcalde de San Martín de
Valdeiglesias a finales de los años cuarenta y principio de los cincuenta.
Acompañado de su mujer y su hija venía a pasar las Navidades con nosotros. Los
primeros años traía puesta una camisa azul, llamaba de tú a Girón y era amigo
de Ridruejo y Serrano Suñer. Mi tía era la maestra del pueblo y le llevaba diez
años a mi tío. Era muy seria, “una Barrero”, comentaba mi madre. Tenía, en la
planta alta de su casa, un oratorio donde rezaba el rosario cada noche. De
comunión diaria, cuando se veían mi padre y ella, dialogaban sobre el Cántico
espiritual o las Siete moradas, que a mi hermano mayor y a mí
parecía que hablaban del Castillo de San Servando. Mi tío leía el ABC, llamaba
cabrones a los que no pensaban como él, tenía un carácter muy cordial, unos
ojos como dos diamantes y era un buen bebedor. Cuando supo que me gustaba la
poesía, me regaló varios libros que tenía en su biblioteca, entre ellos
volúmenes en preciosas ediciones de poetas falangistas o del régimen. Guardo
aquí dos: Eugenio o la proclamación de la primavera, del olvidado
Rafael García Serrano, publicado por Ediciones Jerarquía, fechado en el MCMXXXVIII
y con una dedicatoria que estremece: “Para mayor gloria del César joven, José
Antonio… En memoria de todos los caídos antes de la guerra. En memoria de todos
los camaradas que murieron por la Revolución Nacionalsindicalista. Presentes”.
Y los Sonetos a la piedra, de Dionisio Ridruejo, editado por la Editora
Nacional. Siempre me llamaron la atención tres cosas del libro: las
ilustraciones, las personas a las que iban dedicados los sonetos y la nota,
toda en mayúsculas, que iba al final del libro: “Este libro de “Sonetos a la
piedra” fué (sic) emprendido en la primavera de 1935 e iba más que mediada la
composición en el verano de 1936. No obstante, el último de sus sonetos queda
fechado en 1942. Se acabó la impresión en el mes de noviembre de 1943 en los
talleres tipográficos de Silverio de Castro, 40, Madrid. Las ilustraciones son
originales de José Caballero”. Cuando me hice mayor y supo que me gustaba
Alberti me dijo: “Ese es un jodío comunista y un cabrón de armas tomar”.
Se llevaba muy bien con mi madre y los dos, en la cocina, mientras mi padre y
mi tía hablaban de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús, bebían un vermú y
hacían bromas sobre la seriedad de sus respectivos cónyuges. Yo pasé un verano
con ellos y descubrí en el jardín, mientras mis tíos dormían la siesta, el
peligroso perfume de la rosa y el traicionero reflejo del agua en el estanque.
Y sentí, por primera vez, el filo de una navaja oxidada que desgarraba mi
corazón.
Esto, solo entre tú y yo, el poema me gusta; pero al mezcla en tu relato de hoy, me da un cierto escalofrío…
De cualquier forma muy aleccionador, como siempre.
Gracias.
Un beso
El soneto es un clásico. Me alegra que te guste. No entiendo bien a que mezcla te refieres. Si a la ideológica o a la familiar. De todas maneras, muchas gracias por tus palabras y tu lectura. Un beso.
Me refería precisamente a las dos, descubrirte como seguidor de Alberti en aquella época, donde la ideología era adversa, me parece muy valiente por tu parte. Ya ibas pintando maneras, Felicidades por tu libertad, que seguro no fue nada fácil, y por tus libros, como dice José Luis Morante, tu biblioteca tiene que ser un gran tesoro.
Un beso.
Querido Hilario, leo con interés tus regresos a ese tiempo en el que nos vemos siempre extraños, como si fuésemos presencias furtivas que no saben bien dónde está su sitio todavía. Tu biblioteca debe ser "la cueva del tesoro"; cuando vaya a verte la exploraré con la curiosidad de un entomólogo. Un fuerte abrazo, hoy con lluvia en el cristal.
Me alegraría mucho poder compartir mesa, pan y libros (y un buen Rioja) contigo. Ojalá lo podamos hacer algún día. Muchas gracias por tu presencia. Un abrazo.