Cuadernos de Humo

La casa con una sombra dentro



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        Cuando vivía
en Toledo, a eso de las nueve de cada 14 de enero sonaba el teléfono y todos
sabíamos quién era el que llamaba tan temprano. Mi madre, que se había vestido
como si fuera a recibir visita, cogía el teléfono y con su mejor voz de «señora
bien de provincias» respondía solícita y educada. La veíamos sonreír y dar las
gracias con voz de monja, como le decía mi hermano mayor. Era Su Eminencia
Reverendísima en carne y hueso el que llamaba, el Sr. Obispo, con la sotana de
botones rojos, el alzacuellos purísimo, el llamativo anillo de amatista que nos
daba a besar cuando íbamos a Palacio el día de su cumpleaños, la riquísima cruz
pectoral de brillantes que había pertenecido al cardenal Gomá, de quien fue
secretario, la media naranja vacía del solideo y los puños de la camisa blanca
con gemelos de oro con la cruz de Caravaca. Mi madre repetiría la historia de
la llamada a lo largo del día: “La primera llamada ha sido la del Sr. Obispo,
como todos los años, ya sabes que somos familia, para felicitar a mi marido y a
mi hijo, y para decirnos que ha ofrecido la misa por su salud y bienestar». Yo
ese día me sentía importante y hasta me parecía menos feo y horrible este
nombre que siempre he odiado y todo porque el Sr. Obispo, un pariente lejano de
mi madre, había llamado desde el Palacio Arzobispal para desearnos a mi padre y
a mí un feliz día. Un vecino nuestro que había sido republicano y que echaba la
culpa a la Iglesia de “lo del 36” me decía: «Si este pariente hubiera sido
albañil me imagino que tu madre no hubiera apreciado la llamada como la de este
parásito, que vive de hacer nada, pero como lleva hábitos y sabe latín pues tu
madre pierde el culo por el parentesco”. Después de la llamada del Sr. Obispo,
seguían las de las viejecitas de misa y comunión diarias, la del Padre Guardián
de los Franciscanos que, en la fiesta que mis padres daban por la tarde,
astutamente reservada por horas a diferentes grupos según las afinidades, se
quitaría la cogulla y contaría chistes verdes, algo muy atrevido y casi
herético en los tiempos de antes del Concilio. Llamaban algunos sacerdotes
conocidos de mis padres diciendo a mi madre que habían ofrecido “el santo
sacrificio por Don Hilario e Hilarito”, llamaban las monjitas del convento de
San Antonio, a las que mi padre ayudaba monetariamente, llamaban las dominicas
a las que mi madre les pedía que rezaran por la familia y les mandaba una
«ayudita» de vez en cuando, llamaban las Benedictinas, que zurcían y bordaban
prendas de mi familia, llamaban las Carmelitas descalzas que enviaban con la
demandadera, la señora Eustaquia, docenas de preciosos escapularios, llamaban
las otras Carmelitas, las de la Caridad, que eran las del colegio donde mis
hermanas y yo estudiábamos. También llamaba el sacristán de la parroquia de
Santo Tomé, el señor Miguel, que explicaba de carrerilla El entierro del Conde de Orgaz a los cuatro turistas que por aquel
entonces iban a ver el cuadro del Greco, y, siempre las últimas, haciéndose las
importantes, llamaban las hermanas del Sr. Obispo para decir que llegarían un
poco tarde a la fiesta porque estaban muy ocupadas ya que ese mismo día tenían
que ir, primero, a tomar el té en casa de los de Montemayor, que eran
riquísimos y además benefactores de la Virgen del Sagrario, después a una
entronización del Corazón de Jesús en casa de los Condes de Orgaz y al
cumpleaños del canónigo penitenciario que era catalán y se llamaba Don Luis
Guasch “y si nos queda tiempo pasaremos por ahí, pero no te lo prometemos”. Mi
madre pensaba de ellas que eran dos brujas.
  Pero un Papa
convocó un Concilio y “la gente de iglesia” nunca más volvió a llamar y mi
madre se quedó sentada esperando que el teléfono sonara sin imaginarse todo lo
que el Concilio se llevó que, aparte del latín y las sotanas, del misterio y de
la fastuosidad de la liturgia, se llevó a su marido que pasó de ser un católico
ejemplar y un padre modelo a ser un renegado. Su Eminencia Reverendísima se
murió, las monjitas dejaron el convento para trabajar en oficinas y hospitales,
el Padre Guardián y el Maestro de Novicios colgaron los hábitos y se fueron a Barcelona
a trabajar en Herder, las viejecitas, confundidas de tiempo y de normas,
no sabían, si por culpa del Concilio, el día de San Hilario era el 13 o el 14 o
no era nunca más y el sacristán se jubiló cansado de cantar en funerales,
sonreír en bodas y bautizos y repicar en tiempo de resurrección. Mi madre, ya
sin su marido que se había ido a vivir a la finca, esperaba no sólo el día 14,
como había sido tradicional, sino también el 13, a que alguien llamara a
felicitar a su marido y a su hijo Hilarito. Pero casi nadie llamaba.

2 thoughts on “La casa con una sombra dentro”

  1. Sentí pena por tu madre, Hilario. Mira todo lo que hizo el famoso Concilio. ¿Crees que el argentino provocará otro cataclismo en la santa madre iglesia? ¡Cuántas eminencias, sotanas y hábitos en tu infancia ¡Válgame Dios!
    Si te sirve de consuelo, a mí tampoco me agrada mi nombre.

  2. Por hache o por be

    Puffff, pues a mi tu nombre me gusta mucho. Te va que ni pintado: musa, amante, símbolo, belleza, poesía, Italia, literatura… Como siempre muchas gracias por tu lectura temprana e inteligente.

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