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En mi casa, como
éramos muchos hermanos, los Reyes nos traían pocos juguetes, la mayoría eran
cosas prácticas: zapatos, abrigos, bufandas, libros… Cuando nos preguntaban en
el colegio nos daba vergüenza decir lo que nos habían echado porque los
compañeros decían que esas cosas no eran juguetes. Lo que a mis hermanos les
extrañaba era que los Reyes supieran la talla de los zapatos. A mí lo que me
daba qué pensar era que la carta que ellos dejaban con los regalos tenía la
misma letra que la máquina de escribir de casa: una vieja, alta, mastodóntica
Underwood que hacía mucho ruido y en la que aprendió a escribir la mayoría de
la familia. Pero en alguna ocasión nos echaban juguetes de verdad y entonces
los apreciábamos más. El juguete más caro que yo tuve y que recuerdo con cariño
fue una máquina de cine. El que más usé y más gustaba a mis amigos fue una
linterna azul en forma de pistola que llevaba en las cachas una pila de
aquellas planas que pesaba lo suyo y que cuando se apretaba el gatillo se
encendía la luz. Una vez, ya éramos mayores, nos trajeron para todos un enorme
“scalextric” que ocupaba media habitación cuando lo desplegábamos. La máquina
de cine fue un hito en mi vida. Recuerdo cómo le rogué a mi padre. Estaba mi
madre delante y ella me apoyaba en mis súplicas. Y el juguete llegó. Era una
lámpara, un lente y una película que pasaba de un carrete al otro al mover una
manivela proyectándose las imágenes en la pared. Cuando la máquina llevaba un
rato encendida se calentaba y desprendía un olor a papel quemado, a horno
recalentado. El día seis lo pasamos viendo las dos únicas películas que teníamos y
se fundieron la lámpara que traía la máquina y la de repuesto, y casi se quema
una de las películas. El que sí se hizo una quemadura en los dedos pulgar e
índice fue mi hermano mayor al querer enfocar la lente para mejorar la visión
de las imágenes. Era una pena tener que volver al colegio al día siguiente de
Reyes y no poder disfrutar de los juguetes cada día. La máquina pasó un tiempo
guardada, pero cuando llegaron las vacaciones de verano hicimos funciones en el
patio de mi casa a las que asistían los niños del barrio, algunos de los cuales
nos envidiaban por tener tal artilugio. Aparte de las películas, que duraban
poco, hicimos un guiñol que tuvo mucho éxito. Las funciones de los “hijos de
don Hilario”, como decían, se hicieron famosas en el vecindario. Después del
tute que le dimos en el verano la máquina empezó a fallar. Algunas veces se
quedaba atascada en medio de los “pases” para jolgorio de los clientes que
reclamaban su dinero y teníamos que esperar a que se enfriara. Una vez se quemó
la película y olía a chamusquina por todo el patio y el olor y el humo subieron
hasta las habitaciones de arriba con el consiguiente susto de mi familia. Los
últimos días del verano fueron los últimos días de la máquina y los de mi
infancia. Fue el último juguete que me “trajeron” los Reyes y con él se fue mi
inocencia y empezaron a aparecer otros personajes que encendían mi corazón y me
hacían sentir escalofríos, fundiéndose, a menudo, en la cámara oscura de mi
mirada, la realidad y el deseo.
éramos muchos hermanos, los Reyes nos traían pocos juguetes, la mayoría eran
cosas prácticas: zapatos, abrigos, bufandas, libros… Cuando nos preguntaban en
el colegio nos daba vergüenza decir lo que nos habían echado porque los
compañeros decían que esas cosas no eran juguetes. Lo que a mis hermanos les
extrañaba era que los Reyes supieran la talla de los zapatos. A mí lo que me
daba qué pensar era que la carta que ellos dejaban con los regalos tenía la
misma letra que la máquina de escribir de casa: una vieja, alta, mastodóntica
Underwood que hacía mucho ruido y en la que aprendió a escribir la mayoría de
la familia. Pero en alguna ocasión nos echaban juguetes de verdad y entonces
los apreciábamos más. El juguete más caro que yo tuve y que recuerdo con cariño
fue una máquina de cine. El que más usé y más gustaba a mis amigos fue una
linterna azul en forma de pistola que llevaba en las cachas una pila de
aquellas planas que pesaba lo suyo y que cuando se apretaba el gatillo se
encendía la luz. Una vez, ya éramos mayores, nos trajeron para todos un enorme
“scalextric” que ocupaba media habitación cuando lo desplegábamos. La máquina
de cine fue un hito en mi vida. Recuerdo cómo le rogué a mi padre. Estaba mi
madre delante y ella me apoyaba en mis súplicas. Y el juguete llegó. Era una
lámpara, un lente y una película que pasaba de un carrete al otro al mover una
manivela proyectándose las imágenes en la pared. Cuando la máquina llevaba un
rato encendida se calentaba y desprendía un olor a papel quemado, a horno
recalentado. El día seis lo pasamos viendo las dos únicas películas que teníamos y
se fundieron la lámpara que traía la máquina y la de repuesto, y casi se quema
una de las películas. El que sí se hizo una quemadura en los dedos pulgar e
índice fue mi hermano mayor al querer enfocar la lente para mejorar la visión
de las imágenes. Era una pena tener que volver al colegio al día siguiente de
Reyes y no poder disfrutar de los juguetes cada día. La máquina pasó un tiempo
guardada, pero cuando llegaron las vacaciones de verano hicimos funciones en el
patio de mi casa a las que asistían los niños del barrio, algunos de los cuales
nos envidiaban por tener tal artilugio. Aparte de las películas, que duraban
poco, hicimos un guiñol que tuvo mucho éxito. Las funciones de los “hijos de
don Hilario”, como decían, se hicieron famosas en el vecindario. Después del
tute que le dimos en el verano la máquina empezó a fallar. Algunas veces se
quedaba atascada en medio de los “pases” para jolgorio de los clientes que
reclamaban su dinero y teníamos que esperar a que se enfriara. Una vez se quemó
la película y olía a chamusquina por todo el patio y el olor y el humo subieron
hasta las habitaciones de arriba con el consiguiente susto de mi familia. Los
últimos días del verano fueron los últimos días de la máquina y los de mi
infancia. Fue el último juguete que me “trajeron” los Reyes y con él se fue mi
inocencia y empezaron a aparecer otros personajes que encendían mi corazón y me
hacían sentir escalofríos, fundiéndose, a menudo, en la cámara oscura de mi
mirada, la realidad y el deseo.
La Realidad y el Deseo siempre acaba adueñándose de corazones desprotegidos, sin quererlo riega las obras de su ser y solamente en unos cuantos los engendra con belleza. Esta entrada que empezó siendo una manida escena infantil acabo, al igual que su obra, con un buen escalofrío cernudiano.
Señor Anónimo, pone usted de fiesta este espacio con sus palabras. Muchas gracias. Un saludo,
No merece las gracias Sr. Hilario, nunca una fiesta tuvo mejor anfitrión. Saludos.