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La señora Juliana se murió dos días después de cumplir los 100 años y dejó
a Asun, la hija soltera que la cuidaba, sola por primera vez en su vida. El
marido de Juliana había sido sargento músico de la banda de la Academia de
Infantería y todavía en el enorme comedor, sobre una escueta repisa, tenían como
objetos de decoración tres grandes obuses que a mí me parecía que brillaban de
una manera diabólica y guerrera. Las dos vivían en un piso al lado del nuestro a
la entrada de la calle de la Campana. El edificio era del siglo XVIII con un
portal con grandes puertas por donde en su tiempo debían entrar carros o
carrozas. El patio era rectangular, con un aljibe, un sótano y ventanales, como
si fueran palcos de un teatro popular. Había aspidistras y geranios agrupados
en un círculo en el centro del patio que Asun cuidaba como si fueran sus hijos.
Las escaleras angostas terminaban en un pasillo estrecho. Torciendo a la
izquierda y entrando en otro pasillo se llegaba a una puerta que daba directamente
al comedor de la casa que tenía muy
pocos muebles y un balcón que daba a la calle de Santo Tomé. En invierno sentadas una enfrente a la
otra, “al amor del brasero”, y en verano, las puertas abiertas y la persiana
baja, veían pasar a las turistas vestidas como papagayos, veían cómo se
deslizaba la vida y cómo la señora Juliana iba pareciéndose más a la muerte.
Asun era una buena pantalonera y cosía para una tienda de ropa “de toda al
vida” que estaba en la calle Ancha. A las diez, como si fuera a misa, se
arreglaba y se iba a la tienda a recoger el trabajo del día. A las seis en
invierno y una hora más tarde en verano se volvía a arreglar y llevaba el
trabajo terminado. Asun se peinaba con el pelo recogido terminado en dos moños
un poco caídos. Nunca llevaba maquillaje, ni alhajas, ni vestidos de colores:
Asun era una señorita de provincia solterona y católica. Una
monja que cambió de hábito y de toca cuando se murió su madre: se cortó los dos
moños que le hacían más vieja, se soltó la melena y se fue a conocer esos
mundos que tanto había soñado cuando, en tardes frías y tristes de invierno o
tardes sofocantes de verano, arreglaba los bajos, la cintura o la bragueta de los pantalones de hombres lejanos que nunca
llegó a conocer.
Leyéndote parece que vivo en esa casa, gracias a las bellas y precisas descripciones. Un placer leerte, amigo Hilario. Un abrazo