Hace casi cuarenta años, un joven que durante mucho tiempo se perdía en la gran ciudad, iba cada semana a una tienda que había cerca de Times Square a comprar prensa española. La tienda olía a tinta fresca, a rotativa, a ruido de cientos de países: una babel de papel en idiomas de casi todo el mundo. Eran periódicos que te manchaban las manos de tinta, objetos que se pegaban a ti, que abiertos te abrazaban.
Era una época en la que uno echaba de menos su lengua y su tierra. Pasó el tiempo y uno fue perdiendo entusiasmo por las cosas de su casa y se sumergió en las cosas de un país que no era el suyo, pero donde vivía, amaba y era feliz. Mientras que se perdía la movida o la poesía de la experiencia o políticos de turno que ahora están olvidados, iba descubriendo la poesía de siempre, con otra música, voces con otro acento, habitaciones oscuras donde crecía la maleza, donde una oscuridad más profunda se agazapaba esperando iluminar para siempre, con las tinieblas, a cuerpos llenos de vida, gozosos y descuidados. Era otro tipo de movida.
Ante tanta soledad y desolación la poesía, cuando uno era humo negro en la chimenea del olvido, le ayudaba a respirar, a amar y, en ocasiones, pensaba que a morir. Se perdió en “el camino no tomado” de Frost, buscó salida en el laberinto emocional de Dickinson, acompañó a Teasdale en el desesperado paseo en busca del amor, quedó deslumbrado de la camaradería viril de Whitman, enganchado de la prosa enredada pero poderosa de Henry James, entró en los jardines llenos de vida de la enferma Kenyon, saboreó el mundo hondo americano con los personajes de Kooser, anotó en su nueva agenda a cientos de nombres que cada día ocupaban lugar destacado en su cuadro de honor. Sigue la poesía siendo una aventura diaria, navaja y sobresalto, razón de ser, amante fiel y dueña respondona e impertinente.
Han pasado los años: la tienda cerró, uno ha perdido la fe y el interés en suplementos culturales. Times Square sigue, pero como nosotros, ya no es lo que era entonces. La prensa en papel está desapareciendo y aquel joven que, a veces se perdía en los oscuros laberintos de la calle 42, es ahora un jubilado setentón que añora los viajes a la tienda de los hindúes a por noticias de su tierra y sobre todo echa de menos, en esta madrugada de julio lluviosa y oscura, la caricia de otras tintas en su vida.
Otras tintas y otros tiempos, querido amigo, pero no hemos luchado tanto para que todo vuelva a ser igual, sino para que cada día sea un nuevo descubrimiento. Otros colores y otras manos nos abrigan cuando el calor se ausenta. Vuelve el frío y nos arropamos de recuerdos, mas, lo vivido tiene su propio espacio en un para siempre sereno y acomodado a la mirada del amor.
Un abrazo.
Muchas gracias. Un beso