10-08-21.- Mi dentista de siempre murió antes de la pandemia. Había vigilado mi dentadura desde que llegué aquí. Era cubano y tenía la consulta en la calle 83 y West End Avenue, al lado de Broadway. Mientras esperabas, ya lo hemos comentado en alguna entrada del diario, sonaba por toda la oficina música en español, con algunas canciones en inglés. Era un enamorado de Galicia y del Rioja y, a veces, cuando te estaba sacando una muela, y la canción era española, digamos “Ojos verdes” por Concha Piquer, él la tarareaba lo que en cierto modo, era un poco de anestesia. Al morir, su hijo, también dentista, se hizo cargo de la consulta. La cosa se modernizó un poco y la música, aunque seguía sonando la original, predominaba más la “americana”. A pesar de haber nacido y sido educado en NY hablaba “en cubano” lo que te hacía recordar a su padre. Llegó la epidemia y me fui haciendo viejo, la espalda me impedía caminar mucho y cada vez me costaba más tomar dos metros para ir.
Decidí ir a un dentista del barrio, a tiro de piedra de casa. Un dentista judío, de Brooklyn, con dos recepcionistas frías y educadas, sin música hispana, una ayudante que te recibe y te hace los rayos X, otra que te inspecciona la dentadura como si fuera la de un hombre del Cromañón y, al fin, después de media hora de preparación aparece el doctor que, después, de consultar con la inspectora, decidió mandarme a un periodoncista.
El periodoncista (un nombre que he tenido que mirar cómo el internet lo traduce al español y que a mí me suena a alguien que trabaja en un circo, en la cuerda floja de las encías) me dio cita para el 30 de septiembre. Hay que ver lo ocupados que están estos especialistas. El otro día me llaman a las nueve de la mañana: que si puedo ir a las 12 hay un hueco para mí. El mismo ambiente: un edificio de altura en la calle Montague, con dos recepcionistas (todas las recepcionistas hablan muy bajo), tres ayudantes y al final aparece el doctor que es joven, también judío, con “solideo” y nuevas técnicas: fotos en 3-D, atención esmerada y una ventana con una vista de Brooklyn que ayuda a pasar la visita. En su despacho hablamos de política, de Princeton y CUNY, su madre también es maestra. Me hace una foto sonriendo que me da, como regalo, en una carpeta donde va el historial. En la foto parezco un asesino del siglo XIX con una siniestra sonrisa. Tengo que volver tres veces, me tiene que extraer una muela y dos dientes que están “arruinados”, además tienen que “scaling” la dentadura. (Quitar el sarro en castellano). Ayer volví a la limpieza y a la extracción y me pasé 4 horas y media contemplando parte del tiempo la vista de Brooklyn con unas gafas oscuras que me mandaron poner. No me puedo quejar, entre las recepcionistas, la diplomada por la Universidad del Estado de NY, Jennifer, que me hizo el “scaling”, la joven que la ayudaba, los dos ayudantes del doctor y el doctor (que además de la muela y los dos dientes, me extrajo sangre del brazo para usarla, una vez preparada, como “healing” de las “heridas”) estuve atendido a cuerpo de rey, no importa que entre unas cosas y otras me dejaran las encías asaeteadas a pinchazos. Anoche el médico me llamó a ver cómo estaba y esta mañana me ha mandado un mensaje. Un servicio esmerado. Mi madre decía cuando algo era muy costoso: “más vale una mortaja”. Cuando vi la factura detallada y el importe total, pensé que iba a necesitar una mortaja.
Perdóname amigo, pero no he podido evitar reírme. Imagino la cara de mortaja que se te pondría al ver la factura. Todo sea por la salud.
Un abrazo.
Pues si, las cosas con humor ayudan. Un abrazo
Hilario, jajajaja! Te pasan unas cosas… Ya sabes que tienes que volver a tu amigo cubano. Es más barato, habla español y te pone “ojos verdes” por ejemplo. Siempre será más divertido y acogedor el ambiente.