Ya se sabe: la muerte mata más al que deja que al que se lleva, avisa y nos recuerda, si somo viejos con más certeza, que cada vez uno se va quedando más solo. En el álbum de nuestra historia muchas de las fotografías se van poniendo grises, llenas de sombras.
En nuestro altar Teresa Berganza ocupa un lugar preferente, junto a Caballé y Lorengar. Un tríptico de oro. A ellas volvemos, ellas nos devuelven el tiempo pasado y el perfume de su voz nos ayuda a vivir.
Aunque pudiera parecer, por las fotografías comerciales en las carátulas de los discos, distante y altiva, no lo era. Una de las veces que estuvimos con ella fue en uno de los Cursos de verano de El Escorial, dedicado a Don Francisco Ayala. Iba a actuar en un recital que formaba parte del Curso. Recuerdo que se interesó por Ayala y como no estaba segura del fular que llevaba preguntó nuestra opinión. (“Ya sabéis -dijo- las “corrientes” que hay en El Escorial”). Quiso dedicar un programa a Jesús aunque no estaba presente.
Permanece con nosotros y no hace falta decir lo grande que era, lo bien que cantaba, la belleza de su voz, su personalidad, el amor a la zarzuela y a la música española, su amor a Mozart, sin olvidar a Monteverdi, Handel o Haydn.
Cantaba como lo que era: hondura, mina profunda, brecha de sombra, relámpago que deslumbraba, delicada luz. naciendo y hosca noche de la pena. ¿Hemos dicho que era la mejor mezzosoprano del mundo?