Ahora, a la vejez, las palabras cobran otros significados, otra carga sentimental, suenan a noche, huelen a crisantemo, pesan más: piedras encontradas en una playa vacía, guijarros de un cementerio marino, chinas pisadas en el camino tomado, plomo derretido en la mirada.
A veces se esconden, huyen, se disfrazan, se ahogan en el tintero y cambian de color. Son como animalitos heridos perdidos en una estantería.
Ahora la vida te va cerrando el diccionario, abriendo la puerta donde crece el silencio, apagando el indicativo y recordándote el imposible subjuntivo. Y llega la duda.
La vejez es también buscar una palabra y no encontrarla.