Bruno al verme me abraza y me saluda en español. Hace casi tres años que no nos veíamos. Bruno tiene cuatro años, su padre es español y su madre americana. Gracias al padre de Bruno, que trae las gafas, podemos ver el eclipse. Son gafas para niños y uno tiene la impresión de que la imagen que ha visto con las gafas de Bruno es un sueño: la luna mordiendo, royendo con sus dientes de plata liquida, el fuego dorado del sol como en un cuento infantil.
El prado se ha ido llenando de familias, de fotógrafos, de perros asustados y de niños ajenos al eclipse, de ruido y de vida.
Tendemos las mantas en el césped y brindamos con Porto y una tarta de manzana mientras Bruno sorbe una naranjada.
Hay un rumor cuando comienza la “mordida” y las miradas se elevan y cuando el eclipse llega a su fin crece una sombra por el parque como si atardeciera. Enseguida sale el sol.
Nos despedimos de Michelle y Víctor y camino de casa pienso en Bruno que tendrá 28 años en el próximo eclipse, en nosotros que ya no estaremos y en la luna y el sol que seguirán llenando el parque de vida.