Cuando no existía Facebook y eras un poeta provinciano que publicabas en revistas de asociaciones culturales y el avispado de turno fundaba una editorial que te publicaba un libro, a veces dos, que casi siempre pagabas la edición, cuando te morías, el periódico local publicaba una breve noticia en un rincón de las páginas culturales que tus familiares recortaban y guardaban junto a tu máquina de escribir y los diplomas que habías cosechado en premios donde cantabas a la patrona de la ciudad.
Ahora, con estos adelantos, el respetable está más al tanto (algunos hasta leen poesía) y las redes se llenan de mensajes sintiendo la muerte del poeta.
La familia del finado recibe, sobre todo el primer día, un aluvión mensajes de condolencia, (no importa que en tus últimos años casi habías sido olvidado), el segundo amaina el temporal de la pena, el terce día dos o tres despistados y luego, el olvido. Un silencio que duele. Y a esperar que el recorte del periódico local se torne amarillo como tu legado. ¿O no?
Son los quince minutos de fama que quería Andy Warhol, es la eternidad que quiere la muerte, son los huesos y el polvo que se confunden con la tierra.
Con suerte, alguien que sintiéndose solo o ahogado de tristeza, abre un libro, lee un poema y recuerda al poeta que aunque muerto vive por el milagro de algo que llamamos poesía.