Los niños del barrio éramos afortunados. Llegando Navidad el señor Guzmán que, regentaba una librería en la que también vendía “objetos de escritorio”, montaba un nacimiento en el pequeño escaparate. Uno de los niños pasaba tiempo, a pesar del frío, pegado al cristal viendo cómo el molino daba vueltas, la mula sacaba agua de la noria y los reyes hacían equilibrio bajando por una cuesta…
Cerca, ese mismo niño, aprendió, con los ojos abiertos de asombro, mirando en otro luminoso escaparate, la forma de los huesos de los santos, la variedad de las pastas de té, los roscones de reyes, los buñuelos, las torrijas y también descubrió la forma de la luna, (que resultó ser de mazapán), de las estrellas, y, sobre todo, quedó grabada en su memoria la poderosa y enigmática mirada de las anguilas de mazapán que se retorcían, condecoradas con fruta escarchada, en unas preciosas cajas redondas.
Hoy, 5 de noviembre, ya es Navidad en “Bruklin” donde dos viejos han compartido, junto a sus recuerdos, una de las lunas de mazapán que han llegado desde Toledo cortesía de mis queridos amigos Inés, Ana y Juan Ignacio.
Uno ha contado al otro la historia de una confitería, la de Santo Tomé, a la que iba los domingos a comprar una docena de pasteles “con dos cafeteros para mi mamá” y cómo doña Consuelo le regalaba unos caramelos que sacaba, como quien abría el día, de un mágico tarro de cristal.