Cuadernos de Humo

23-11-20.- Leo en “El comercio”, en “Cafe Arcadia, como cada lunes, la entrega del diario de José Luis García Martín que se publica en domingo. En esta ocasión, entre otras muchas cosas, habla de “su pasado falangista” y del poeta Alfonso López Gradolí. Yo también conocí a López Gradolí, justamente en el 68-69 cuando estaba en plena forma. Era muy sexy, un “niño bien”, cordial, una mirada azul aunque yo no sabía que había sido falangista. Por la amistad con amigos comunes de izquierda, siempre pensé que fuera socialista o comunista. En una de las necrológicas, Alfonso murió el 20 de mayo, le definen como poeta falangista. Nos conocimos, como he contado, en casa de Pérez Sánchez. Yo era un jovencito de provincia, que se limitaba a escuchar lo que ellos dos y, a veces, con “intelectuales” y poetas, algunos ahora famosos, hablaban entre el humo de los cigarrillos, el ruido del coñac, de la ginebra y la música, que sonaba dentro de la casa, de algún compositor raro que alguno de ellos había comprado en uno de los viajes a Italia.“A finales de los sesenta, en su luminoso ático de la calle de Alberto Aguilera en Madrid, desde donde se podía ver casi Toledo, antes de que levantaran la mole de “El Corte Inglés” y otros edificios, Alfonso Pérez Sánchez, con una copa de coñac en la mano, la habitación nublada del humo de los cigarrillos, el sol entrando suave por los ventanales en aquellas tardes frías, lentas y azules de invierno, leía en voz alta poemas de Cernuda y de Neruda con tanta fuerza y pasión que, a pesar de haber transcurrido casi cuarenta años, han quedado en la memoria de los que le escuchamos como uno de los momentos más felices de nuestras vidas:

Cuando todos se han ido, lentamente recojo
una a una, con amoroso mimo,
las colillas que han ido dejando por los yertos
ceniceros oscuros.

Por ese tiempo algunos de los amigos escribían poesía abiertamente. Uno de ellos era Francisco Brines, otro López Gradolí, mientras que Pérez Sánchez la escribía "a escondidas", como un poco en privado guardaba en el dormitorio su colección de libros de poesía, separados de los de arte que tenía catalogados en su despacho. Mientras recitaba, un bellísimo dibujo del retrato de un joven miraba atentamente la escena y aunque afuera hacia frío y atardecía, en el estudio del profesor la poesía encendía la mirada de un muchacho toledano. Pasó el tiempo y algunos de los que escuchaban se fueron o se los llevó el olvido. Volvieron nuevos cuerpos, llegó otro invierno y otra primavera, pasaba la vida y a veces se asomaba la muerte. Siempre, como un punto de referencia, como una hermosa mentira, un faro donde asirse en tiempos de tormenta, estaba la mirada imperturbable del joven.” La mención de un nombre, que uno tenía olvidado, levanta, en esta mañana de noviembre lluviosa y lenta, un mundo de recuerdos, de momentos precisos, de gestos, de olores y olvidos que uno sabe que guarda en el archivo de la memoria pero que, al parecer, están mal clasificados.

Al mirar en la biblioteca los libros de López Gradolí aparecen “Poemas mediterráneos” publicado en Adonais y “La palabra”. Dentro de este ejemplar me encuentro el recorte amarillo de un periódico con un poema de López Gradolí que quedó finalista en algún concurso. Lo he vuelto a leer y es una crónica de “aquel tiempo” con la presencia de Aleixandre, una cierta dosis de melancolía provinciana y capitalina de ese niño bien, de pelo rubio y ojo azules que formó parte de un mundo que ha desaparecido y que ahora vuelve a revivir dentro de uno, cuando ya la tierra está reseca y necesitada de esta lluvia que es como una rosa que florece en otoño.
Recordar es morir un poco más deprisa.

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