La casa con una sombra dentro.
2b
La
atan al sillón para que no se levante, en la cama han puesto barrotes para que
no se caiga, está presa dentro de su propia libertad, llora, se le cae la baba,
crispa las manos, su cara es una continua mueca de dolor e indiferencia, como
si alguna fuerza interna la estuviera empujando fuera de su cuerpo. Mira
fijamente con ojos nublados, mirada de dolorosa; si la acaricias aprieta la
mano como si quisiera retenerte para siempre, a veces intenta decir algo como si
estuviera empezando a hablar, balbucea un sonido como si firmara su soledad en
el aire, si la ofrecen al nieto o al biznieto parece que sonríe, si el hijo que
ha venido a verla de lejos la abraza ella se aferra a él como si quisiera irse
con él o llevársele a sabe Dios qué profundidades. Cuando éste le pide que le
dé un beso ella arrima sus labios a sus mejillas y le da un beso corto, húmedo,
envuelto en saliva, casi silencioso, un beso que quema, que escuece, un beso
como una rosa disecada, una mariposa sin alas, un suspiro de hielo, un botón de
fuego. Una de las hijas duerme con ella y para protegerla de la noche la
abraza. Alguna vez la hija centinela se duerme llena de cansancio y la madre se
arrastra lentamente como queriendo huir y aparece acurrucada a los pies de la
cama, en la esquina de la alcoba o cerca de la puerta de salida, no importa que
la cama esté rodeada de barandillas protectoras. La encuentran temblando,
apoyada en la pared, una imagen torturada. ¿Dónde quiere ir? ¿De quién huye?
¿Qué animal salvaje le da fuerza para que un cuerpo que se tambalea pueda
levantarse? ¿Quién la está llamando? ¿Qué voces la asustan, qué ecos la
aturden, qué sonidos la reclaman? Atada al sillón, reclinada la cabeza, mitad
cristo románico, mitad virgen gótica, las manos crispadas, las lágrimas
caminando por su rostro de cuero, las babas relucientes como gusanos de seda,
barras de hielo derritiéndose por su rostro y cayendo en el vestido, mirando
sin ver, hablando sin voz, inseguros los que la rodean que la oigan, sus hijos
sentados a su alrededor la miran en silencio como se mira a una madre, como se
mira a una rosa seca, como se mira a la muerte.
atan al sillón para que no se levante, en la cama han puesto barrotes para que
no se caiga, está presa dentro de su propia libertad, llora, se le cae la baba,
crispa las manos, su cara es una continua mueca de dolor e indiferencia, como
si alguna fuerza interna la estuviera empujando fuera de su cuerpo. Mira
fijamente con ojos nublados, mirada de dolorosa; si la acaricias aprieta la
mano como si quisiera retenerte para siempre, a veces intenta decir algo como si
estuviera empezando a hablar, balbucea un sonido como si firmara su soledad en
el aire, si la ofrecen al nieto o al biznieto parece que sonríe, si el hijo que
ha venido a verla de lejos la abraza ella se aferra a él como si quisiera irse
con él o llevársele a sabe Dios qué profundidades. Cuando éste le pide que le
dé un beso ella arrima sus labios a sus mejillas y le da un beso corto, húmedo,
envuelto en saliva, casi silencioso, un beso que quema, que escuece, un beso
como una rosa disecada, una mariposa sin alas, un suspiro de hielo, un botón de
fuego. Una de las hijas duerme con ella y para protegerla de la noche la
abraza. Alguna vez la hija centinela se duerme llena de cansancio y la madre se
arrastra lentamente como queriendo huir y aparece acurrucada a los pies de la
cama, en la esquina de la alcoba o cerca de la puerta de salida, no importa que
la cama esté rodeada de barandillas protectoras. La encuentran temblando,
apoyada en la pared, una imagen torturada. ¿Dónde quiere ir? ¿De quién huye?
¿Qué animal salvaje le da fuerza para que un cuerpo que se tambalea pueda
levantarse? ¿Quién la está llamando? ¿Qué voces la asustan, qué ecos la
aturden, qué sonidos la reclaman? Atada al sillón, reclinada la cabeza, mitad
cristo románico, mitad virgen gótica, las manos crispadas, las lágrimas
caminando por su rostro de cuero, las babas relucientes como gusanos de seda,
barras de hielo derritiéndose por su rostro y cayendo en el vestido, mirando
sin ver, hablando sin voz, inseguros los que la rodean que la oigan, sus hijos
sentados a su alrededor la miran en silencio como se mira a una madre, como se
mira a una rosa seca, como se mira a la muerte.
Entiendo bien esa sensación exasperante del ruido de la muerte. Vivimos años duros y contradictorios: la herrumbre y el óxido de la senectud y la belleza plena de las hijas. Y en esa contradicción nos movemos. Un texto para la reflexión. Abrazos desde Rivas.
Muchas gracias José Luis. Qué hermosas palabras! EL ruido de la muerte! que no oye. Un abrazo.
A pesar de lo dura que es esa situación para algunas personas ancianas y su entorno, no deja de ser tierno y dan te dan más ganas de arropar y llenar de besos a esta persona desvalida. A mí me ha tocado cuidar unas cuantas monjas así y a pesar del cansancio que a veces te acorrala, fluye la ternura y quieres que esa persona, que quizá ya ni te conozca, se sienta amada. Preciosa tu descripción, Hilario.
Muchas gracias, María Jesús. El amor es lo que al final nos salva.
Con esta entrada me he emocionado. No quería comentar en tu blog, pero no puedo evitarlo: me has recordado las veintiséis día- noches que pasé sin salir del hospital cuidando a mi madre. También ella lloraba en silencio y sus lágrimas corrían por sus mejillas cuarteadas; también se aferraba a mí y no quería soltarme. Su mirada me hablaba de sus miedos. Se fue en mis brazos.
Las manos y la mirada de una madre¡ muchas gracias por tu testimonio. Un abrazo, Juan.