Sábado, 20.– Para un jubilado no hay fines de semana, hay noches sin
prisa, mañanas largas, menos felicitaciones de navidad, más esquelas,
almuerzos esporádicos con algunos compañeros. Un jubilado nunca
cumple las promesas que hizo los primeros días en libertad: revisar
documentos, ordenar cajones, actualizar el testamento, pensar que hacer
«cuando me pase algo». Un jubilado visita más al médico, va más a
veces al servicio, tiene más frío, se ducha menos y sale también menos.
Le invitan a funerales, a aniversarios de parejas que cumplen cincuenta
años de casados, bautizos de los bisnietos de sus amigos. Un jubilado
espera a alguien que sabe que va a llegar, pero que no sabe cuando. Le
duelen los huesos, le cuesta acostarse, abre con menos alegría los regalos
que sus sobrinos le envían, le encuentran que tiene el azúcar alto, las
arterias atascadas, el corazón renqueante, la sangre espesa. Un jubilado
ve como el armario lleno de trajes sin estrenar se va llenando de polvo,
las camisas amarillean y los zapatos se cuartean. A un jubilado se le
pega el silencio a su mirada de la misma manera que la nieve se amolda
a las ramas de los árboles, se le enreda la oscuridad en su palabra,
alguien le va cortando los movimientos de su cuerpo antes glorioso y
lleno de esplendor. A un jubilado le tiemblan las manos cuando se lava
con la luz de la soledad, le cuesta doblar el cuello, siente clavos cuando
se arrodilla, es un niño torpe, perdido, apoyándose en el bastón de cristal
del recuerdo. Un jubilado tiene de todo, menos júbilo.
2008. De Brooklyn en blanco y negro.
Cuando un jubilado regresa a su pueblo natal, teme preguntar por los muertos pues sabe que puede estar incluido en una lista interminable…
Lamentablemente tengo que darte la razón, amigo Hilario. La vida, mejor dicho: la existencia, que no vida, del jubilado sigue el guión que has descrito. Un abrazo