30.08.21.- Después de celebrar cincuenta años a tu lado sabemos que la vida ha echado a menudo leña al fuego, para bien o para mal y nunca supimos cómo llamar a ese incendio. ¿Era la leña lo que llaman amor? ¿O era lo que llamamos muerte? Sin saberlo, cada noche al amarnos moríamos un poco: el ruido de la hoguera, el crujir de los cuerpos y la brasa no nos dejaban ver la ceniza que poco a poco crecía sitiando nuestros deseos, acortando las noches, encendiendo de nieve el lecho.
De jóvenes la muerte era el color de tus ojos, una sombra en las madrugadas, un ramo de crisantemos para arropar a un cuerpo amado, una silla oxidada en un cementerio en otoño, un caballero medieval jugando la última partida de ajedrez, los réquiems de Brahms, Dvorak, Britten o Durufle. La muerte era un pretexto para vivir y, en cierto modo, hacer literatura. Ahora la muerte es la lluvia que oscurece las ventanas, la leche agria del atardecer, el agua podrida de un ramo de gladiolos, la fruta envuelta en moho. Y, sobre todo, la muerte es, si tú te pierdes antes, no saber qué hacer sin ti. No saber las consignas ni las contraseñas.
¿Cómo vivir sin vivir? ¿Cómo mirarnos, abrazarnos, cómo borrar los nombres y los rostros de los cuerpos que amamos, ahora que somos dos leños consumidos huyendo del campo de batalla, que vamos dejando en el camino las consignas, los secretos, el fulgor de tus ojos, el temblor de los míos, que olvidamos a veces deshacer la cama, que caminamos juntos por distintos caminos, que tardamos en abrir los regalos y en mi cuerpo hay heridas oscuras?
Una amiga a la que echo de menos me dice: “Estoy un poco desaparecida de este mundo porque mi esposo, mi compañero, el amor de mi vida, está muriendo. Lo estoy cuidando con toda mi fuerza y mi delicadeza”. Y pienso en su pena pero también tengo miedo por mí. La idea de perder al amor de mi vida no me deja vivir, es plomo hirviendo que traspasa mi corazón. Como lo es el de mi amiga que, después de casi cincuenta años de amor y de felicidad, de hijos y de nietos, de viajes y alegrías tiene que decirle adiós.
En tiempo de amor no sabíamos cómo llamarlo. Ahora que es de noche, ya sabemos
cómo llamar a la muerte.