A veces, aunque Honorio era muy cuidadoso y mantenía la patena pegada al cuello de la comulgante, la sagrada forma caía al suelo, más que por descuido del monaguillo, por la rapidez con que la comulgante cerraba la boca. Honorio ayudaba a misa de siete y media en el colegio donde de párvulo aprendió a leer y a escribir. A los diez años empezó el bachillerato. Al despedirse de las monjas, la hermana Aurora, que era la que lo preparó para la primera comunión y lo tenía por santo, lo invitó a que de alguna manera no se fuera del colegio y se quedara siendo el monaguillo. Honorio lo consultó con sus padres y les pareció bien. Sólo la madre dijo: “Yo no sé quién va a ser el monaguillo; con lo dormilón que eres”.
Dos días antes de empezar el trabajo fue al colegio a que le probaran la sotana y el roquete. La hermana costurera, una vieja gruñona que olía a ajos, le mando vestirse. La sotana le venía un poco larga y el roquete le llegaba hasta las rodillas. La costurera prendió unos alfileres en los bajos de la sotana y en las mangas del roquete y rezongando dijo: “Qué pequeño eres”.
El colegio estaba en la calle del Ángel, al lado de Santo Tomé, en un palacio del siglo XVI y la capilla a la derecha del patio. Era una habitación rectangular que en su época hubiera podido ser la caballeriza. Tenía un altar pequeño, la imagen de la santa fundadora en un peana al lado del evangelio, bancos, un órgano, una oscuridad que olía a incienso, y a lo largo de las cuatro paredes, a manera de cenefa, con letra gótica, una frase que yo leía cada mañana, mientras Don Amado, un cura vasco y fuerte, les daba a las monjas y a las internas, el sermón. Años después, cuando a la hermana Salomé, la sacristana, ya vieja la trasladaron a morir a uno de los colegios de Madrid, Honorio, que estaba estudiando y que creía saber latín, fue a despedirse de la moja y le dijo que ya entendía el verso del Salmo 83 que decía: Quam dilecta tabernacula tua Domine virtutum. Ella le preguntó si continuaba visitando el “tabernáculo” y Honorio le mintió. En los templos que él visitaba eran otros dioses los que se adoraban.
La Hermana Isabel era la maestra de música, con una voz preciosa y ademanes de soprano. Era la misma que daba clase de urbanidad y comportamiento social, que no se llamaba así, claro, y decía que la cuchara y el tenedor tienen que “subir” hasta la boca, y no la boca “bajar” al plato. Y enseñaba el manejo del cuchillo, la cuchara y el tenedor. Una soprano ilustrada.
Al lado de la capilla estaba la sacristía: un cuartito minúsculo con una enorme cómoda y un espejo donde la hermana Salomé, que era mi preferida, colocaba las vestiduras del sacerdote como si vistiera a un hijo: primero la casulla, luego el manípulo, el cíngulo, el alba perfectamente doblada, y por último el amito,o que era lo primero que don Amado besaba antes de ponérselo sobre la sotana. Honorio pensaba que lo que se ponía era una toquilla, como hacia su abuela cuando tenía frío. A la derecha de la cómoda el cáliz con el purificador, la cucharilla para echar agua al vino, la palia, la patena, el paño que lo cubría todo y encima los corporales. La hermana Salomé seguía la misa en la sacristía y a veces apuntaba a Honorio las respuestas en latín. Olía a colonia de hierbas, a lirios mágicos y a veces a chocolate. Manejaba las campanillas que tocaba con vigor a la hora de la consagración. Si ocurría algo y Honorio se olvidaba de echar el agua para que el cura se lavara las manos, enseguida salía en su ayuda. El monaguillo se preguntaba por qué una monja no podía ser monaguillo.
Unas de las salidas más temidas por Honorio era cuando la sagrada forma se caía al suelo. La sacristana miraba al asustado monaguillo con ojos de ceniza y arrodillándose, después de que don Amado había recogido la hostia y se la había comido, limpiaba la alfombra donde la sagrada forma había ido a parar. “Tienes que acompañar al sacerdote con la patena – me decía– desde que saca la sagrada forma del copón y la lleva a los labios de la alumna”. “Pero si es que la alumna ha cerrado la boca antes de tiempo”, respondía el monaguillo enfadado. “No te enfades que tú tienes madera de santo”, le decía la monja sonriéndole.
Lo que más le gustaba a Honorio era cuando acompañaba a la sacristana a verter el agua con la que había limpiado la alfombra. Era un lugar alejado de los alumnos y de los ruidos, casi de la luz, un lugar donde en un rincón umbroso solo la claridad y los caracoles respiraban, donde lirios luminosos y milagrosos crecían, donde el silencio de Dios se hacía perfume. Todo, decía la hermana Salomé, gracias al cuerpo de Cristo.