Cuando todos se han ido, lentamente recojo
una a una, con amoroso mimo,
las colillas que han ido dejando por los yertos
ceniceros oscuros.
Por ese tiempo algunos de los amigos escribían poesía abiertamente. Uno de ellos era Francisco Brines, otro López Gradolí, mientras que Pérez Sánchez la escribía "a escondidas", como un poco en privado guardaba en el dormitorio su colección de libros de poesía, separados de los de arte que tenía catalogados en su despacho. Mientras recitaba, un bellísimo dibujo del retrato de un joven miraba atentamente la escena y aunque afuera hacia frío y atardecía, en el estudio del profesor la poesía encendía la mirada de un muchacho toledano. Pasó el tiempo y algunos de los que escuchaban se fueron o se los llevó el olvido. Volvieron nuevos cuerpos, llegó otro invierno y otra primavera, pasaba la vida y a veces se asomaba la muerte. Siempre, como un punto de referencia, como una hermosa mentira, un faro donde asirse en tiempos de tormenta, estaba la mirada imperturbable del joven.” La mención de un nombre, que uno tenía olvidado, levanta, en esta mañana de noviembre lluviosa y lenta, un mundo de recuerdos, de momentos precisos, de gestos, de olores y olvidos que uno sabe que guarda en el archivo de la memoria pero que, al parecer, están mal clasificados.
Al mirar en la biblioteca los libros de López Gradolí aparecen “Poemas mediterráneos” publicado en Adonais y “La palabra”. Dentro de este ejemplar me encuentro el recorte amarillo de un periódico con un poema de López Gradolí que quedó finalista en algún concurso. Lo he vuelto a leer y es una crónica de “aquel tiempo” con la presencia de Aleixandre, una cierta dosis de melancolía provinciana y capitalina de ese niño bien, de pelo rubio y ojo azules que formó parte de un mundo que ha desaparecido y que ahora vuelve a revivir dentro de uno, cuando ya la tierra está reseca y necesitada de esta lluvia que es como una rosa que florece en otoño.
Recordar es morir un poco más deprisa.