Ha estado durante años encima de un armario y no lo echábamos en falta. Debió de ser un regalo: es una mezcla de frutero del XIX con falsas frutas del XX y auténtico polvo del XVIII.
Como llevamos unos días con una temperatura brutal y aconsejan a los viejos quedarse en casa, aprovechamos, después de casi 48 años de ir almacenando cosas, para desprendernos de algunas de ellas.
El desprendimiento, a pesar del olvido, siempre da dolor. Uno piensa en teorías y escuelas filosóficas de andar por casa, y se repite aquello de que si no lo has echado de menos, si no te llena, si no te calma o enriquece. no lo necesitas.
Tengo a mi lado, como mandan esas escuelas, tres cajas: para guardar, para donar, para tirar.
Y de pronto aparece este frutero que te hace dudar qué caja usar. Es cierto que no lo has echado de menos, no me llena, no me calma ni me enriquece, pero veo cómo la luz perfuma los limones, escucho el temblor del verano en las uvas de julio, siento el ruido de la lluvia resbalando sobre la piel de las manzanas. Y, sobre todo cómo el silencio al morir ha escogido este frutero olvidado, de frutas falsas, para dejar su polvo.
Y, sabiendo que he tomado el camino menos transitado, lo pongo con cuidado en la caja de guardar. Hasta la próxima vez, si la hay, en que vuelva a nevar. Y puedas escuchar su canto.