Llevan las monedas separadas por si Caronte les está esperando en la orilla. Mientras se acercan, cada vez les pesa más la vida y vuelan más despacio, piensan que, a pesar de todo, han tenido suerte: han volado juntos durante 54 años.
Hubo momentos en que entraron en cotos privados donde había cazadores disparando y escucharon cómo silbaban las balas que rozaban sus alas. Bajaron a minas donde había cuerpos cargados de plomo y se imaginaron lo que debe ser el infierno, tuvieron que abrir ventanas para que el olor a azufre y miseria se fuera y mentir a una madre de las cicatrices que su hijo tenía. Pero tuvieron suerte.
Ahora, que han bajado a otro túnel, les duele el tiempo, tienen miedo de que un viento derribe a uno de los dos y el que se quede pierda el rumbo y en vez de ir al Sur vaya al Norte.
Les pesan los recuerdos, se han resuelto casi todas las claves, saben que el deseo recorrió sus cuerpos como si fuera el viento: ni un milímetro sin cubrir con su lengua de ascua.
Tachan cada día de la agenda de su historia nombres que en otro tiempo fueron brasa y munición. El rabioso perro del tiempo arañó fotos y redujo a sombra textos escritos en tiempo de distancia.
Van ligeros. Llevan perfumes, laberintos, las voces de sus amigos, las antiguas cicatrices, el frío de una madrugada, el número siete, y las piedras, encontradas una noche junto al mar, que fueron sus arras. Dejan el plomo del vivir, el lecho donde se amaron, el cuaderno verde, la vista de Manhattan, los libros, las luces y las sombras. Dejan el calendario con fechas en rojo.
Y aunque lucharon cada día por ser uno y confundir sus sombras con sus voces y no lo consiguieron, tuvieron suerte.