¿De qué torrente nace, en qué pozo se cubre de eco marinero, de qué montaña
llega, dónde queda escondido el metal de su aliento, en qué túnica de humo se
bautiza, qué desnudez la suya, en qué tierra de nadie proclama su inocencia?;
si pura, ¿qué sangre anima el fuego de su sexo ignorado?; si violada, ¿qué banda narradora la forzaron a beber su tinta? Si es un cuerpo de
guerrero ¿qué bronce mal fraguado en la hoguera de Apolo le tizna con un virus
de moho su torso amoratado? ¿Dónde está su belleza intocable? ¿En un mármol roído
de lujuria, en la rúbrica del óxido firmando su sentencia o en una rosa
agrietada en su esplendor de mayo por la ferocidad sin freno del olfato cobarde?
Ignorando si llamarla con nombre de batalla o con signo de tregua, bautizada de
almendra, con el velo nupcial apuntalado de hambrientas gaviotas, o dejar que
su sombra enajenada se refleje en el asilo de la rama, domado su galope enfebrecido, con lentitud de
carroza plomada que aplaste las arrugas de la tarde. Cuando ansías su lengua de
muchacha te ofrece la amargura de su boca de fruta no madura, su saliva
vinagre, agrios sus labios con bozales de espuma; cuando esperas en noches de
tormenta que llueva en la ventana del poema te ofrece la sequía abacial de la
cuaderna vía, sudario de la rima condenada, consonantes de polvo y de ceniza;
cuando piensas en ella, cuando esperas su aroma de tedéum triunfal te da un deprofundis
de silencios. Encendida la lámpara del aceite bendito esperas su llegada,
virgen prudente y necia, beata del incienso que perfuma sus pechos, que llegue
cuando quiera, que juegue con tu pelo, que caliente tu boca, que te ayude, que
desnude tus ojos, que te envuelva tus manos en tules congelados, que le dé al
corazón una armadura de soldado vencido, en tu sien un disparo de pólvora
cautiva. Siempre la incertidumbre de no saber si vuelve, si olvidó mi costumbre
de acariciar sus muslos. Siempre teniendo miedo de ser tan sólo un siervo que no le da placer a su látigo
húmedo, perro que solo bebe de su lluvia oxidada de tiempo y de su musgo ronco.
De ser tan sólo un hombre sin simiente para su corazón de madre, de ser una
mujer para la ambigüedad de su mirada y ofrecerle un orgasmo en la falsa
bandeja de mi voz de castrato para su colección de autógrafos sin nombre. Y
siempre la amargura, la duda, el desaliento de que no me conozca, que me
ignore, que no vuelva jamás y si me deja ¿cómo vivir sin el sonido de su voz,
sentir sin el cuchillo de su aliento,
respirar sin el aroma de su muerte?
llega, dónde queda escondido el metal de su aliento, en qué túnica de humo se
bautiza, qué desnudez la suya, en qué tierra de nadie proclama su inocencia?;
si pura, ¿qué sangre anima el fuego de su sexo ignorado?; si violada, ¿qué banda narradora la forzaron a beber su tinta? Si es un cuerpo de
guerrero ¿qué bronce mal fraguado en la hoguera de Apolo le tizna con un virus
de moho su torso amoratado? ¿Dónde está su belleza intocable? ¿En un mármol roído
de lujuria, en la rúbrica del óxido firmando su sentencia o en una rosa
agrietada en su esplendor de mayo por la ferocidad sin freno del olfato cobarde?
Ignorando si llamarla con nombre de batalla o con signo de tregua, bautizada de
almendra, con el velo nupcial apuntalado de hambrientas gaviotas, o dejar que
su sombra enajenada se refleje en el asilo de la rama, domado su galope enfebrecido, con lentitud de
carroza plomada que aplaste las arrugas de la tarde. Cuando ansías su lengua de
muchacha te ofrece la amargura de su boca de fruta no madura, su saliva
vinagre, agrios sus labios con bozales de espuma; cuando esperas en noches de
tormenta que llueva en la ventana del poema te ofrece la sequía abacial de la
cuaderna vía, sudario de la rima condenada, consonantes de polvo y de ceniza;
cuando piensas en ella, cuando esperas su aroma de tedéum triunfal te da un deprofundis
de silencios. Encendida la lámpara del aceite bendito esperas su llegada,
virgen prudente y necia, beata del incienso que perfuma sus pechos, que llegue
cuando quiera, que juegue con tu pelo, que caliente tu boca, que te ayude, que
desnude tus ojos, que te envuelva tus manos en tules congelados, que le dé al
corazón una armadura de soldado vencido, en tu sien un disparo de pólvora
cautiva. Siempre la incertidumbre de no saber si vuelve, si olvidó mi costumbre
de acariciar sus muslos. Siempre teniendo miedo de ser tan sólo un siervo que no le da placer a su látigo
húmedo, perro que solo bebe de su lluvia oxidada de tiempo y de su musgo ronco.
De ser tan sólo un hombre sin simiente para su corazón de madre, de ser una
mujer para la ambigüedad de su mirada y ofrecerle un orgasmo en la falsa
bandeja de mi voz de castrato para su colección de autógrafos sin nombre. Y
siempre la amargura, la duda, el desaliento de que no me conozca, que me
ignore, que no vuelva jamás y si me deja ¿cómo vivir sin el sonido de su voz,
sentir sin el cuchillo de su aliento,
respirar sin el aroma de su muerte?
La poesía.