Cuadernos de Humo

La casa con una sombra dentro 44

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Mi abuela se negó, después de terminada la Guerra
civil del 36, a poner laurel en las judías o en las patatas viudas, porque
según ella el laurel se “cosechaba”  en
los cementerios, producto de las coronas ofrecidas a los caídos por Dios y por
España. A mi madre, entonces apenas veinte años, la nombraron directora de
Auxilio Social. Era la recompensa que el gobierno franquista le daba por haber
perdido a su padre y a su hermano a manos de los republicanos que los mataron,
a pocos metros de su casa, mientras mi abuela y mi madre oían los tiros que les
daban en una madrugada de agosto. Mi tío había sido un pez gordo con los
falangistas, había conocido a José Antonio, intervenido en un mitin celebrado
en el Teatro de Rojas en presencia del fundador de la Falange y servido como
abogado de oficio a muchos pobres infractores de la ley. Mi abuela se murió de
pena, decía mi madre.  Y ella se quedó
sola con el cargo, la casa, la ausencia, el dolor, el luto, las ruinas, las
caras de los niños hambrientos, de las mujeres sin marido que le suplicaban una
ración más… Se quedó, y le han durado toda su vida, con rostros agradecidos
que cuando la veían la saludaban llamándola “Señorita Carmen”, cuando ya mi
madre tenía ocho hijos y era toda una señora.  
        Esa señorita que
tenía que dar cuentas de lo que hacía a un malvado jesuita,  que era el que supervisaba que todo se
hiciera de acuerdo con la ley, quedó inmortalizada para su familia en un
documental que el Nodo grabó de una visita que en el año 1940 Ramón Serrano Súñer
hizo al alcázar de Toledo junto a Pilar Primo de Rivera. Fueron acompañados, decía
el locutor con voz ampulosa y triunfante, por el “glorioso” general Moscardó.
Esa señorita, vestida de luto, llevando el mismo paso que el general y el
ministro, aparece varias veces en el documental con las autoridades. Lleva un
libro en la mano y va en medio de dos amigas que la cogen del brazo. Se la ve
entrar en el alcázar, se la ve escuchar las explicaciones del glorioso
Moscardó, se la ve atenta a lo que ocurre y, ya al final, antes de desvanecerse
para siempre del documento gráfico, cuando el cuñadísimo va a depositar una
enorme corona de laurel sobre un montón de ruinas, se la ve levantar el brazo
en alto y abrir la boca como si fuera a cantar el “Cara al sol”. ¿Pensaría mi
madre en su madre y en las patatas viudas ante esa enorme corona de
laurel? 

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