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Nosotros celebrábamos Nochebuena, el día de Navidad,
la noche de año viejo, el día del Niño y la comida de Reyes. La más alegre y
desenfadada era la Nochebuena, en la que nos dejaban trasnochar, lo que para mí
era algo sorprendente. Fue esa noche cuando por primera y última vez oí a mi
padre cantar. Mi padre sólo cantaba en las misas y en las procesiones, pero
nunca en casa. Tenía una voz honda y pesada, pero equilibrada. Cenábamos en el
comedor con la vajilla de las grandes ocasiones y el mantel de Lagartera, con
flores azules y hojas blancas. Llegábamos a ser más de veinte personas. Por la
tarde, Elvira, la señora que vivía en el piso de abajo y que ayudaba a veces en
casa, le cantaba a mi padre una copla con su voz vieja, destartalada, un poco
agria, pero llena de respeto. Mi padre le daba un generoso aguinaldo.
la noche de año viejo, el día del Niño y la comida de Reyes. La más alegre y
desenfadada era la Nochebuena, en la que nos dejaban trasnochar, lo que para mí
era algo sorprendente. Fue esa noche cuando por primera y última vez oí a mi
padre cantar. Mi padre sólo cantaba en las misas y en las procesiones, pero
nunca en casa. Tenía una voz honda y pesada, pero equilibrada. Cenábamos en el
comedor con la vajilla de las grandes ocasiones y el mantel de Lagartera, con
flores azules y hojas blancas. Llegábamos a ser más de veinte personas. Por la
tarde, Elvira, la señora que vivía en el piso de abajo y que ayudaba a veces en
casa, le cantaba a mi padre una copla con su voz vieja, destartalada, un poco
agria, pero llena de respeto. Mi padre le daba un generoso aguinaldo.
Tengo que echar una copla
por encima de un armario
rogando por la salud
del señoríto Hilario.
A mí
me parecía muy difícil que la señora Elvira fuese capaz de encontrar una
palabra que rimara con la persona a la que le cantaba la copla. A veces dudaba
por un segundo, había su poco de suspense, pero al final encontraba la palabra
que rimara. Cuando se la cantaba a mi tía Patro, que ella conocía de otras
veces pero que no tenía palabra para rimar, cambiaba de letra y decía:
me parecía muy difícil que la señora Elvira fuese capaz de encontrar una
palabra que rimara con la persona a la que le cantaba la copla. A veces dudaba
por un segundo, había su poco de suspense, pero al final encontraba la palabra
que rimara. Cuando se la cantaba a mi tía Patro, que ella conocía de otras
veces pero que no tenía palabra para rimar, cambiaba de letra y decía:
Tengo que echar una copla
y su nombre no lo sé,
permita Dios que lo acierte,
Doña Patro la llamaré.
Se tomaba su copa de anís, dos bollos de manteca y
unas peladillas y se bajaba tan contenta a su casa, que compartía, sin casarse,
con un hombre a quien llamaba su “huésped”. A veces íbamos a la misa del gallo
en la iglesia enfrente de casa, Santo Tomé, donde al final besábamos el pie del
niño recién nacido. Mi fe era tan firme que yo veía la estrella brillar en la
noche y pensaba en el frío que tendría el niño en el portal. Con el tiempo pasé
muchas Nochebuenas solo, sin estrellas ni portales, aterido yo mismo en un
portal, los pies gélidos y el corazón aturdido, cenando en un McDonald de la
Avenida Madison en Nueva York, perdido en un bar con humo, soledad y olor a
humedad, con amigos del momento, solo, más solo, totalmente solo. Cuando mi
madre me llamaba esa noche o al día siguiente y me preguntaba qué tal lo había
pasado yo siempre le mentía. Ella me contaba que me habían echado mucho de
menos y me preguntaba: “De verdad ¿qué lo has pasado bien?” Para terminar con
lo habitual: “Pero ¿qué haces ahí solo, hijo mío, por qué no te vienes con
nosotros…?” Cuando supo qué es lo que hacía por aquí dejó de preguntármelo.
unas peladillas y se bajaba tan contenta a su casa, que compartía, sin casarse,
con un hombre a quien llamaba su “huésped”. A veces íbamos a la misa del gallo
en la iglesia enfrente de casa, Santo Tomé, donde al final besábamos el pie del
niño recién nacido. Mi fe era tan firme que yo veía la estrella brillar en la
noche y pensaba en el frío que tendría el niño en el portal. Con el tiempo pasé
muchas Nochebuenas solo, sin estrellas ni portales, aterido yo mismo en un
portal, los pies gélidos y el corazón aturdido, cenando en un McDonald de la
Avenida Madison en Nueva York, perdido en un bar con humo, soledad y olor a
humedad, con amigos del momento, solo, más solo, totalmente solo. Cuando mi
madre me llamaba esa noche o al día siguiente y me preguntaba qué tal lo había
pasado yo siempre le mentía. Ella me contaba que me habían echado mucho de
menos y me preguntaba: “De verdad ¿qué lo has pasado bien?” Para terminar con
lo habitual: “Pero ¿qué haces ahí solo, hijo mío, por qué no te vienes con
nosotros…?” Cuando supo qué es lo que hacía por aquí dejó de preguntármelo.
Todos podemos sentir la distancia de los nuestros muchas veces, pero desde luego esos días, por más que intentemos quitárnos de la cabeZa la nostalgia, esta es más poderosa. Sobre todo cuando arrastramos, como tú cuentas, unas Navidades sentidas y hermosas de la infancia
Lo malo de ser mayor es que la infancia se nos agiganta y nos pone vidrios en la mirada. Muchas gracias Ana María por tus palabras.
Todas las madres tienen un sexto sentido cuando tiene que ver con nuestros hijos, aunque estemos separados por la distancia. Ud. no quiso causarle angustia a su madre, pero es así. En Nueva York, estamos rodeados de tantas personas, pero nuestro fiel compañero es simpre la soledad, más aún durante las fiestas de Navidad. Graciás por compartir ese amor materno que siempre ha tenido en su corazón.