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En aquel
verano que pasamos en Retamoso de la Jara yo aprendí muchas cosas: desde el
picor de la paja en la era hasta el olor de un membrillo, el eco oscuro de un
pozo, la figura del pregonero y el descubrimiento de la gota de leche que
soltaba un higo cuando a primera hora de la mañana íbamos al huerto por ellos.
Aquel verano que pasamos en casa de los tíos de mi madre, María Jesús y Juan,
aprendí a sentir la carga del sol en las tardes agobiantes de julio y a
comprobar cómo este mismo sol mataba a los pájaros que caían al suelo como
bolas de lana apelmazada. Recuerdo la furia de mi tía María Jesús, arrojándonos
las ciruelas desde lo alto de las escaleras que llevaban a la troje, indignada
por nuestro incesante subir y bajar a comerlas. No se me olvida que de regreso
a casa mi tío Juan se “desvió” a la huerta de su hermano, con quien no se
hablaba, para coger tomates y me advirtió que cuando llegáramos a casa no
dijera nada. Ni se me olvida su mirada cuando lo conté todo no más llegar.
Aquel verano aprendí a darme cuenta de que el pueblo no tenía “guardias”, no
tenía cárcel (o eso me parecía a mí), la gente usaba caballos, apenas había
coches, todavía lavaban en el río, no había luces, no había “progreso”, un
cerdo, llamado “el guarro Antón”, iba de puerta en puerta y era alimentado por
los vecinos del pueblo que luego se repartían al animal en la matanza. Aquel
verano aprendí a sentirme resguardado, solidario al ver como, primero mi
familia, después los vecinos y
finalmente casi todo el pueblo,
se enteró y se preocupó porque mi hermano el mayor había desaparecido. Mi tío
Juan dio la orden de que un grupo revisara los pozos, otros que fueran a las
eras, otros que rastrearan el arroyo y la huerta del tío Cesáreo. Cuando mi
hermano apareció mi madre se abrazó a él y no lo soltaba. Al preguntarle dónde
había estado dijo que en Santa Ana de Pusa, el pueblo de al lado, donde había
ido montado a caballo con uno de los muchos primos a moler unos sacos de trigo.
Aquel verano no entendí por qué tía María Jesús puso
mala cara cuando mi madre dijo que íbamos a ir a merendar con otra de mis tías,
que era el ama del cura. Recuerdo que nos dio queso que estaba duro como una
piedra y que yo más tarde asociaría siempre con Lázaro de Tormes. Aquel verano
supe cómo al atardecer mi mirada se espesaba, cómo mi corazón se esponjaba al
ver a la gente pasear por la carretera cada anochecer, cómo sentía dentro de mí
un peso o una nube que me recorría por todo el cuerpo cuando la primera luz
arañaba mis ojos. Aquel verano descubrí una extraña alegría cuando por primera vez
mis primos me llevaron al río, montado a caballo, a bañarme. Al volver a Toledo
tuve por algún tiempo la piel requemada y un sabor en mi corazón a agua
salobre.
verano que pasamos en Retamoso de la Jara yo aprendí muchas cosas: desde el
picor de la paja en la era hasta el olor de un membrillo, el eco oscuro de un
pozo, la figura del pregonero y el descubrimiento de la gota de leche que
soltaba un higo cuando a primera hora de la mañana íbamos al huerto por ellos.
Aquel verano que pasamos en casa de los tíos de mi madre, María Jesús y Juan,
aprendí a sentir la carga del sol en las tardes agobiantes de julio y a
comprobar cómo este mismo sol mataba a los pájaros que caían al suelo como
bolas de lana apelmazada. Recuerdo la furia de mi tía María Jesús, arrojándonos
las ciruelas desde lo alto de las escaleras que llevaban a la troje, indignada
por nuestro incesante subir y bajar a comerlas. No se me olvida que de regreso
a casa mi tío Juan se “desvió” a la huerta de su hermano, con quien no se
hablaba, para coger tomates y me advirtió que cuando llegáramos a casa no
dijera nada. Ni se me olvida su mirada cuando lo conté todo no más llegar.
Aquel verano aprendí a darme cuenta de que el pueblo no tenía “guardias”, no
tenía cárcel (o eso me parecía a mí), la gente usaba caballos, apenas había
coches, todavía lavaban en el río, no había luces, no había “progreso”, un
cerdo, llamado “el guarro Antón”, iba de puerta en puerta y era alimentado por
los vecinos del pueblo que luego se repartían al animal en la matanza. Aquel
verano aprendí a sentirme resguardado, solidario al ver como, primero mi
familia, después los vecinos y
finalmente casi todo el pueblo,
se enteró y se preocupó porque mi hermano el mayor había desaparecido. Mi tío
Juan dio la orden de que un grupo revisara los pozos, otros que fueran a las
eras, otros que rastrearan el arroyo y la huerta del tío Cesáreo. Cuando mi
hermano apareció mi madre se abrazó a él y no lo soltaba. Al preguntarle dónde
había estado dijo que en Santa Ana de Pusa, el pueblo de al lado, donde había
ido montado a caballo con uno de los muchos primos a moler unos sacos de trigo.
Aquel verano no entendí por qué tía María Jesús puso
mala cara cuando mi madre dijo que íbamos a ir a merendar con otra de mis tías,
que era el ama del cura. Recuerdo que nos dio queso que estaba duro como una
piedra y que yo más tarde asociaría siempre con Lázaro de Tormes. Aquel verano
supe cómo al atardecer mi mirada se espesaba, cómo mi corazón se esponjaba al
ver a la gente pasear por la carretera cada anochecer, cómo sentía dentro de mí
un peso o una nube que me recorría por todo el cuerpo cuando la primera luz
arañaba mis ojos. Aquel verano descubrí una extraña alegría cuando por primera vez
mis primos me llevaron al río, montado a caballo, a bañarme. Al volver a Toledo
tuve por algún tiempo la piel requemada y un sabor en mi corazón a agua
salobre.