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De doña Cándida
recuerdo su voz, su altura y su hermano. Y que era maestra de la escuela
pública que estaba cerca de mi casa. Su voz era de soprano, una voz que
sobresalía en las procesiones, en las misas, en los actos de fin de curso de la
escuela. Una voz educada, piadosa, de maestra católica, de señorita soltera de
provincia. Tenía una sonrisa dulce y ademanes de monja vestida con ropa seglar.
Por muchos años fue una presencia diaria en la iglesia, en el barrio, en los rosarios de la aurora en los
meses de mayo y octubre, en excursiones a Lourdes o a Fátima, en visitas a
personas ancianas. Doña Cándida, haciendo honor a su nombre, era una santa. Alta era un
rato: de gran armazón, siempre guardando la compostura, vestida con blusas de
manga larga y cuello redondo cerrado hasta el último botón. En misa arrodillada
con dignidad, devota y entregada, en las procesiones, la mano manteniendo un
cirio, la mirada fija al frente y cabeceando, a veces, a conocidos que la
saludaban. El hermano era alto, un
poco escorado, ojos azules y con “el baile de San Vito”. Impecablemente
vestido, luminosa camisa blanca, corbata y traje grises, al andar arrastraba
los zapatos, y las manos, que llevaba como atadas a la altura del pecho, le
temblaban. A veces parecía que se fuera a caer, tambaleándose de un lado para
otro, un poco un barco a la deriva. Siempre iba acompañado de su hermana y a
veces al pasar a mi lado balbuceaba algunas palabras a manera de saludo que a mí
me parecían unos sonidos oscuros y desgastados que salían de sus labios como un
río turbio y espeso. Contaban que durante la guerra civil fue detenido
por los rojos y llevado en un camión para ser fusilado, pero se salvó. Del terror
de la detención, el paseo y el pánico de verse ante el pelotón se le debió oscurecer
la razón. Doña Cándida se jubiló y su voz se perdió en la parroquia y su
elegante y majestuosa presencia desapareció de las procesiones y de los actos
sociales. Había que verla sentada con sus mejores galas en la mesa petitoria de
la fiesta de la banderita, junto a las otras señoras bien del barrio, con tanta
prestancia y solemnidad y una sonrisa amable y dulce. Su hermano también
desapareció en algún asilo a esperar la muerte que no le llegó de joven y que
le tuvo toda la vida muerto en vida. Y cuando Doña Cándida, la maestra dulce y
alta, de ojos suaves y voz de terciopelo, se fue empujada por la vejez que la obligó
a desaparecer, se llevó entre sus manos de monja, entre sus ademanes de
señorita soltera y virgen y entre su voz, el olor a incienso, la luz de los
cirios pascuales y el brillo de las flores. Se llevó rostros que había olvidado
y que al recordarla han acudido como llamas a mi recuerdo. Se llevó nombres y
un tiempo feliz: el de mi infancia. Yo espero que todavía Doña Cándida esté
viviendo en el corazón de algún alumno de los muchos a los que enseñó a leer y
a rezar. Y aunque nunca fue mi maestra yo la llevo entre mis recuerdos como
llevo el dramático baile de muerte de su hermano.
recuerdo su voz, su altura y su hermano. Y que era maestra de la escuela
pública que estaba cerca de mi casa. Su voz era de soprano, una voz que
sobresalía en las procesiones, en las misas, en los actos de fin de curso de la
escuela. Una voz educada, piadosa, de maestra católica, de señorita soltera de
provincia. Tenía una sonrisa dulce y ademanes de monja vestida con ropa seglar.
Por muchos años fue una presencia diaria en la iglesia, en el barrio, en los rosarios de la aurora en los
meses de mayo y octubre, en excursiones a Lourdes o a Fátima, en visitas a
personas ancianas. Doña Cándida, haciendo honor a su nombre, era una santa. Alta era un
rato: de gran armazón, siempre guardando la compostura, vestida con blusas de
manga larga y cuello redondo cerrado hasta el último botón. En misa arrodillada
con dignidad, devota y entregada, en las procesiones, la mano manteniendo un
cirio, la mirada fija al frente y cabeceando, a veces, a conocidos que la
saludaban. El hermano era alto, un
poco escorado, ojos azules y con “el baile de San Vito”. Impecablemente
vestido, luminosa camisa blanca, corbata y traje grises, al andar arrastraba
los zapatos, y las manos, que llevaba como atadas a la altura del pecho, le
temblaban. A veces parecía que se fuera a caer, tambaleándose de un lado para
otro, un poco un barco a la deriva. Siempre iba acompañado de su hermana y a
veces al pasar a mi lado balbuceaba algunas palabras a manera de saludo que a mí
me parecían unos sonidos oscuros y desgastados que salían de sus labios como un
río turbio y espeso. Contaban que durante la guerra civil fue detenido
por los rojos y llevado en un camión para ser fusilado, pero se salvó. Del terror
de la detención, el paseo y el pánico de verse ante el pelotón se le debió oscurecer
la razón. Doña Cándida se jubiló y su voz se perdió en la parroquia y su
elegante y majestuosa presencia desapareció de las procesiones y de los actos
sociales. Había que verla sentada con sus mejores galas en la mesa petitoria de
la fiesta de la banderita, junto a las otras señoras bien del barrio, con tanta
prestancia y solemnidad y una sonrisa amable y dulce. Su hermano también
desapareció en algún asilo a esperar la muerte que no le llegó de joven y que
le tuvo toda la vida muerto en vida. Y cuando Doña Cándida, la maestra dulce y
alta, de ojos suaves y voz de terciopelo, se fue empujada por la vejez que la obligó
a desaparecer, se llevó entre sus manos de monja, entre sus ademanes de
señorita soltera y virgen y entre su voz, el olor a incienso, la luz de los
cirios pascuales y el brillo de las flores. Se llevó rostros que había olvidado
y que al recordarla han acudido como llamas a mi recuerdo. Se llevó nombres y
un tiempo feliz: el de mi infancia. Yo espero que todavía Doña Cándida esté
viviendo en el corazón de algún alumno de los muchos a los que enseñó a leer y
a rezar. Y aunque nunca fue mi maestra yo la llevo entre mis recuerdos como
llevo el dramático baile de muerte de su hermano.
Uffff. una maestra que "tube", me decía siempre + = – y yo empeñado en mis cosas recargadas, adjetivadas y subordinadas, se enfadaba continuamente conmigo y nunca llegué a pensar que aquellas cosas mías, fueran a apartarme tanto de ella. De todas formas, al igual que doña Cándida, ella nunca fue mi maestra, pero a mi me daba seguridad verla como paseaba su esbelta figura por mis escritos y mis cosas. Yo nunca quise nada, solamente deseaba poder algún día escribir poemas tan bellos como los suyos, pero ella debió ver otra cosa. Por supuesto que no espero que este comentario tenga su aprobación y ahora que ya ni hace falta que te diga mi nombre prefiero seguir en el anonimato, esperando inútilmente a que pronuncies mi nombre. Un abrazo Hilario, lamento desilusionarte.