111019.- Vamos subiendo por Broadway desde la calle 72 hasta la calle 96; al pasar por la calle 90 giro la vista a la derecha y me fijo en la primera casa de la izquierda, la número 215 donde vivió el profesor y crítico José Olivio Jiménez. Una casa que fue la embajada de la poesía y el hogar de muchos poetas. Allí estuvieron Brines, Bousoño, L. A. de Villena, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma, algún poeta de la experiencia y José Hierro que en su Cuaderno de Nueva York hace un homenaje, a manera de dedicatoria, a la casa: “A José Olivio Jiménez porque en su casa fraterna – West Side, 90 Street—cercana al Hudson se me apareció mágicamente la ciudad de Nueva York”.
Yo tuve la suerte de visitar al profesor en varias ocasiones. La primera vez fue una visita frustrada. Quedamos que iría a tomar café y a enseñarle unos poemas. El portero, que era hispano, me dejó subir cuando le dije que iba a ver al profesor Jiménez. Al llegar al cuarto piso, a la salida del ascensor había un pequeño recibidor con una mesa y un espejo y posiblemente un paragüero, que servía de antesala para las viviendas del rellano. Toqué el timbre y esperé un rato, al no tener respuesta y temiendo que el profesor estuviera ocupado o durmiendo la siesta, volví a coger el ascensor, no sin antes dejar en la puerta el manojo de poemas, y me volví a casa.
La segunda vez tuve más suerte. Me recibió y estuvimos toda la tarde hasta que anocheció. Había leído los poemas y me estuvo hablando de ellos. Recuerdo que se acababa de afeitar o eso me pareció y olía a after shave de limón. Me regaló unos libros que me dedicó. Cuando me iba a ir llegó Dionisio Cañas, que también me dedicó un libro. Tuve la suerte de asistir a un curso dedicado a la Generación del 27 y conservar sus apuntes que me sirvieron para mis clases y para mí mismo. Nadie como el profesor Jiménez hablando de Aleixandre o de Cernuda, sus clases eran contagiosas, rebosantes de emoción, conocimiento, precisión, sabiduría.
Tengo un recuerdo imborrable que marcó mi vida para siempre. Había acabado un libro de poemas que había estado escribiendo durante casi 20 años. Conocía la poesía del cubano Gastón Baquero y me enteré de que, para mantener vivo su recuerdo, instituían un premio de poesía con su nombre. Aproveché un viaje a Toledo para ir a Madrid con una de mis hermanas y pedirle que, mientras yo la esperaba en un café, se acercara a la Editorial Verbum que dirigía (luego lo supe) el poeta cubano Pío Serrano, y les entregara el manuscrito que llevaba como lema Arcipreste de Bruklin. Solo ella lo sabía y le pedí que guardara el secreto. Y pasó el tiempo.
Un día, Celia Pérez-Ventura, una compañera de la Universidad, me invitó a un acto “muy importante, al que no puedes faltar y en el que va a hablar el profesor Jiménez”. Aparte del profesor estaban otros catedráticos, entre ellos la doctora Reisz, y todos los alumnos seguidores de José Olivio. Se notaba que algo iba a ocurrir y, sobre todo Celia, a la que llamábamos la Madre Superiora, por su energía, generosidad y dotes de mando, estaba muy excitada. Después de unas palabras de saludo, el profesor Jiménez, anunció públicamente que el libro de poesía, “In tempore belli”, presentado bajo el seudónimo de “Arcipreste de Bruklin” había ganado el Primer premio internacional de poesía Gastón Baquero. Esa noche, lo recuerdo vívidamente, no pude dormir y me la pasé en vela.
Volví al cuarto piso de la calle 90 oeste, número 215 muchas veces más. Una vez viniste tú, que como cubano teníais muchos puntos de contacto. Le grabaste varios discos compactos con boleros que era una de sus debilidades y os pasasteis la tarde enhebrando recuerdos con las voces de fondo de Toña la Negra, Olga Guillot, el trío Los Panchos y muchos otros.
Jubilado y aquejado de unos horribles dolores de espalda, José Olivio se fue a vivir a Madrid. En otro de mis viajes fui a saludarlo. Fue la última vez que lo vi.
Dicen que murió, pero su legado, sus apuntes, su amor a la poesía, su magisterio siguen vivos y cercanos. Hoy al pasar por el barrio y llegar a la calle 90 lo he vuelto a ver sentado en uno de los bancos del cruce con Broadway, en donde a veces nos reuníamos para hablar de poesía.
Quizás diga lo mismo casi siempre, pero amigo mío, es que es un placer leerte.
Abrazos.