Querida ahijada: Esta madrugada, cuando me has mandado la foto del mantel que mi madre hizo para la tuya, aquí comenzaba a amanecer. Estamos esperando que llegue una tormenta de nieve que va a durar dos o tres días. No hace falta que te diga que me ha alegrado mucho ver la fotografía porque me ha traído un mundo que ya se ha ido y, sobre todo, porque dos de las personas que yo he querido mucho y ya no están con nosotros están, sin estarlo, presentes en ella. Yo tuve mucha suerte porque por un tiempo tuve dos madres: la mía y la tuya. Me sentía feliz cuando me sonreía, cuando se preocupaba por mí, cuando me llevaba a casa de su madre, que vivía en una casa grande con un jardín. Ellas entraban a hablar a la casa oscura, o eso me parecía a mí, y yo me quedaba fuera con el cielo azul, las flores que nunca supe cómo se llamaban y unos gatos escurridizos y misteriosos. Estaba descubriendo la belleza de la vida y no lo sabía, los perfumes que luego me traerían otras flores de las que sí sabía su nombre, algunas venenosas, con espinas que rasgaban la piel de la razón y el cielo que no era azul, como yo creía.
Tu madre era, como sabemos, mi segunda madre, la que me hablaba y me entendía, la que luego, con el tiempo, cuando íbamos a Toledo, nos traía una caja de mazapán y, desde entonces, fue también un poco madre de los dos.
Mientras una luz de nieve presentida amanecía sobre los tejados de Manhattan me llegó el mantel que mi madre hizo a la tuya y que tú ahora, en tu tiempo jubiloso, rescatas de algún oscuro cajón. Veo en él las manos de mi madre, el movimiento de la aguja y de los dedos al pasar el hilo entre el diseño, me la imaginaba como una Penélope de barrio esperando al marido que nunca volvió de un viaje, tejiendo flores sin perfume, huecas, en el mantel del olvido. Pero mientras alguien abra el cajón donde la luz huele a barro mal cocido y la sombra es una tela de araña que teje su propio diseño, el mantel mantendrá vivas a tu madre y a la mía.