Cuadernos de Humo

RAZÓn DE PESO


I
Desde hace unos meses se sentía sin ánimos de vivir. Se quejaba de que los ahorros iban mermando y que a sus 89 años le quedaba poco tiempo. Recordaba a su madre y, sobre todo, a su tía Airín que al morir con 92 años la dejó heredera de los cuatro muebles y los ahorros que tenía, que aunque no eran considerables, sí que le daba una seguridad económica por unos años. Hizo de nuevo el testamento poniendo de ejecutor a su Amigo del Alma al que llamó para darle la noticia y decirle que había añadido a seis amigos como beneficiarios. A uno de los recordados le pareció una carga porque pensaba que el regalo era una manera de comprarle para tenerle a sus pies. Como así fue.
A Deborah le hubiera gustado ser soprano y se quedó en oficinista ilustrada. Fue secretaria de un famoso abogado de Manhattan toda su vida, conoció a criminales y otros clientes de Míster McLucas que eran noticia en The New York Times. Durante años no faltó nunca a la noche de comienzo de temporada del Metropolitan Opera, donde tenía una suscripción los martes en una codiciada butaca de platea. Hija única, fue educada católica, pronto se hizo teosofista, aprendió piano y español, era adicta al chocolate, cantaba en hospitales y manicomios arias de óperas de Verdi y Donizetti, las canciones españolas de Falla y de propina “Guantanamera”, animando al extraño público para que cantaran con ella.
Salió del Bronx, donde vivía con sus padres que eran francocanadienses, se casó con un hombre perturbado, que alternaba entre “el éxtasis amoroso y sexual y el abuso y maltrato cruel”, y que acabó en la cárcel. Se fueron a vivir a Badview, un pueblecito del estado de New Jersey a un apartamento de planta baja en un agobiante callejón oscuro. Pasó el tiempo y Deborah se volvió a casar con Stephen, un santo. Stephen, también teosofista, tenía unas manos como las de los personajes del Greco, sin acabar, perfil afilado, ojos pequeños como dos clavos, suave en el hablar, vegetariano y dueño de una bolera en un pueblo cercano a donde vivían. Stephen se estrelló contra un árbol al quedarse dormido mientras conducía de casa a la bolera.
Airín era delgada, frágil, de misa diaria, con los ojos azules y vivía en un apartamento que Deborah llamaba “la celda”: una habitación con una cama, una mesa y dos sillas, sobre un fogón de madera un hornillo y encima de una cómoda una imagen del Corazón de Jesús y un Cristo crucificado. En un marco, el retrato del Papa. Cuando se murió, Deborah no quiso nada de las posesiones de su tía, más interesada en otro tipo de posesiones. Vivía en Brooklyn un matrimonio con un niño que nos habían recomendado unos amigos españoles. Ella había venido de profesora bilingüe y él, que era pintor, se dedicaba a ir cada día a ver exposiciones. Les dijimos si se querían pasar por el apartamento y cogieron algunas cosas. El niño quiso la imagen del Corazón de Jesús que viajó en el metro de Manhattan a Brooklyn en los brazos del niño. Supe que la imagen les acompañó de regreso a España.
Deborah, que no podía pasar sin dos masajes a la semana, iba a una clínica cercana a su casa donde una colombiana le atendía con “mano de hierro”. Altagracia, que estaba casada con un republicano que odiaba a los hispanos, se mudó a otro estado donde la mayoría era republicana. Deborah aprovechando las vacas gordas decidió contratar a un masajista, también colombiano, que le trabajara en su casa tres veces a la semana. También contrató a Irma, una señora de compañía, puertorriqueña “pero que habla inglés, no como la masajista a la que no se le entendía”, que lo mismo iba al banco, le cambiaba los cartuchos de la impresora o pasaba por la trituradora de papel recortes de papel inofensivos. Amplió el campo de acción de caridades y mando dinero a la Asociación de niños con labios leporinos, a un grupo de mujeres circuncidadas del Alto Volta, a las Hermanas de Madame Blavatsky y aumentó la cuota al Comité demócrata con la esperanza de eliminar a Trump.
El masajista le hacía precio especial por ser recomendada de Altagracia. A Irma le pagaba horas extras por ayudarle a doblar ropa que llevó hace 50 años, y entre las trufas que compraba, los gatos de fieltro con los que llenaba la casa, la puesta en orden del piano que se moría de viejo y caprichos a Mauricio, el masajista, que pasó de llamarla Miss Saint-Honoré a “mamita”, la cuenta iba mermando. Cada día llamaba a su “amigo del alma” y se pasaban horas hablando de todo menos de política porque el Amigo del Alma era republicano. Un día le dijo que tenía que hacer efectivas las acciones de Bolsa que tenía porque el banco le había avisado que no tenía fondos. El Amigo del Alma le insinuó que por qué no cortaba los masajes, las fresas con chocolate que le enviaban por correo especial desde California y el generoso cheque a los demócratas de New York ya que ninguno de ellos necesitaba su dinero. Desde ese día las llamadas de teléfono se espaciaron.
Ayer el Amigo del Alma cumplió ochenta años y Deborah le llamó para felicitarlo. Lo tuvo una hora “de reloj”. Ahora no se podía morir, era como Traviata: “La mia salute rifiorirà”. Una llamada telefónica de un abogado del estado de Nevada le devolvió los ánimos para seguir viviendo.

II
El único familiar cercano de Deborah era Airín. Cuando Deborah trabajaba quedaban de vez en cuando para comer. Airin “bajaba” a la zona de Wall Street donde estaba la oficina del Míster MacLucas y siempre pedía un “doggy bag” para las sobras. Deborah le compraba unos chocolates y le pagaba el taxi de vuelta a casa. Una vez muerta Airin, Deborah que había sido hija única, sin familiares directos solo le quedaban su Amigo del Alma, el masajista e Irma, pensó que ya iba siendo hora de empezar a despedirse. El tiempo, el dinero y las ganas de vivir iban disminuyendo. Una mañana, como ocurre en las novelas, sonó el teléfono. Una mujer preguntó si era el domicilio de la señora Saint-Honoré. Deborah contestó afirmativamente y a continuación se puso un hombre que se identificó como un abogado del estado de Nevada.
Es cierto que dos meses atrás, en una de las interminables, aunque ya espaciadas llamadas de Deborah a su Amigo del Alma, le habló de un primo cuarto que tenía una tienda en un pueblecito del estado de Nevada. Ralph no se había casado y vivía con un “socio”. Se sucedieron más llamadas y, poco a poco, el primo le fue contando su vida y la prima la suya. En una ocasión le mandó un Iphone para poder verse mientras hablaban ahora casi a diario. Deborah ya estaba menos sola. Un martes recibió una carta con un cheque de $10,000 dólares. Cuando Deborah llamó al primo para darle las gracias, el socio le dijo que el lunes Ralph había fallecido. Ahora Deborah comenzó a sentirse más sola.

III
Su Amigo del Alma, al que Deborah en un tiempo le tuvo en un altar, la llamó un día para decirle que lo quitara como albacea del testamento y el responsable de decidir cuando tenían que desconectar los cables en caso de que Deborah lo necesitara. Las llamadas se hicieron cada vez más escasas y Deborah tuvo que buscar otro albacea y hacer otro testamento. Definitivamente la llamada de su Amigo del Alma la dejó un poco más sola de lo que ya estaba. Era cuando empezó a sentirse sin ánimos de vivir. Ayer, Deborah llamó a su Amigo del Alma. “Acabo de recibir un sobre con varios documentos para que los firme. Son los ahorros de Ralph, en total dos millones de dólares. Tengo que volver a hacer una lista con mis amigos y recordarles en el testamento, ayudar al masajista, que Irma venga cada día, posiblemente mudarme de este agujero oscuro, mandar limosnas a varias organizaciones caritativas, agradecer a la persona que se ha ofrecido a ser albacea de mis últimas voluntades… Ahora no me puedo morir, tengo que disfrutar lo que Ralph no pudo encerrado en su tienda”.
Ahora Deborah tenía una razón de peso para seguir viviendo.

Leave a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *