12 Hay poemas hechos con la sombra que da la luz, con la luz que no tiene sombra, poemas iluminados, poemas hechos con la luz que crece entre la nieve, con la nieve que se derrite en la luz. Poemas que repiten temas básicos en la historia de la poesía y que parecen nuevos. Poemas que hablan del amor, del milagro de la primavera, de la presencia de la nieve, de la luz, del mundo bien hecho, las doce en el reloj, del primer amor:
Mueve el beso el peso del instante,
desplaza el centro leve
del día hacia los labios, doloridos
de darse el sí sin voz. Ante la muerte,
se desvisten los árboles de otoño
de las hojas, camino de una nieve
blanquísima: silencio
sobre un campo callado, frío, inerte.
Ante la muerte, el beso respondido,
la lengua a fuego vivo, irreverente,
el fuego de la boca contra el frío,
la piel a dos, el mundo que se enciende:
son las doce del día, y hay dos almas
colgadas de sus dientes,
dos dragones de fuego
en los labios de dos adolescentes.
La poesía de Antonia Álvarez tiene un hormigueo de sonidos que le sube a uno por el alma y la garganta crujiendo: (“alguien raja de un tajo su corteza”), una metódica y equilibrada musicalidad envuelta en la tela metálica de la razón, en la caja de alambre del corazón, poemas dotados de extremidades, ramas que nos llevan por un paisaje donde se presiente “el blanco frío de la nieve”, poemas tocados de gracia, con un perfume místico, oraciones del que mira el milagro de la creación, poemas desprovistos de hojarasca, limpios como la primera nevada de la temporada. Poemas que abren camino, que dan vida, que ayudan a vivir, poemas, en fin, donde florece la belleza, lo que nunca muere, lo clásico. Poemas, por ejemplo, como este:
Hay un árbol pequeño
al lado del camino
y cada año, en otoño,
alguien corta sus ramas, las más bajas,
alguien raja de un tajo su corteza,
y el árbol se desangra.
Deja el invierno nieve
en sus brazos cansados que se doblan
y, a punto de romperse, crujen, gritan
en agonía vegetal y oscura.
Y cuando marzo anuncia
su voz de celebrante en los senderos
a las pequeñas flores de la orilla,
nace la primavera
en su rama más sola,
como dulce esperanza
ofrendada al amor.
Mis versos regresan con frecuencia a aquella infancia de largos inviernos y grandes nevadas, con la cocina de carbón encendida, los primeros cuadernos de la escuela y la mirada impregnada de ilusión y de futuro. Luego, aquellas primaveras deslumbrantes y olorosas, adornadas con las flores del espino albar, con peonías y lilas, campanillas y lirios silvestres. Ese paisaje único es y seguirá siendo mi ‘locus amoenus’ por excelencia”.