Cuadernos de Humo

Del Diario.

          240817.-
Una tarde de verano, desde el balcón de su casa, viendo cómo las golondrinas,
enhebraban la aguja del verano con el hilo del atardecer, cosían la torre de la
Iglesia, sintió como si le entrara agua en el pecho. Días después garrapateó un
poema a un almendro que veía desde su habitación. En tercero de bachillerato
escribió, en el curso de Literatura española, una redacción en la que comentaba
un poema de Machado y sacó un sobresaliente. En preuniversitario conoció a un
compañero y escribió poemas apasionados de dudosa adjetivación. Se los
publicaron en la revista del Instituto. Desde entonces entendió, al ir viendo
que su vida parecía transcurrir en blanco y negro, el agua que le entró aquella
tarde de verano. Le dieron el Primer premio de poesía del Casino Industrial
dotado con 100 pesetas (que gastó en libros). Su madre decía a sus amigas (que
le preguntaban si el poeta tenía novia) que su hijo era poeta y una de ellas le
pidió una poesía para un nieto que acababa de nacer. En la universidad se
volvió a enamorar y volvió a escribir poemas de amor donde el género brillaba
por su ausencia y la pasión por su presencia. Se los publicó la revista de la
Universidad y el rector lo invitó a participar en un recital con Brines, Hierro,
Gil de Biedma y un joven poeta. Dos de ellos se interesaron más en su persona
que en su poesía y el joven le invitó a su casa a tomar una copa. Conoció a
García Nieto, que estaba vinculado a su ciudad, y le publicó en
Poesía española un poema en la página
siete. Haciendo la carrera escribió un libro de poemas que quedó finalista del
Adonais. Al leer la noticia en un periódico de la capital se pasó la noche sin
dormir y se sintió ungido por la magia de la poesía. En el periódico local, un
joven que estaba haciendo las prácticas, le hizo una larga entrevista de la que
se publicó la cuarta parte en un recuadrito cerca de las páginas de deportes.
Conrado Blanco lo invitó a una sesión de “Alforjas para la poesía” junto a poetas
militares, farmacéuticos, curas, oficinistas y un crítico de arte que era calvo
y fumaba en el escenario. La Asociación de Arte Garcilaso le dio un premio por
un libro sobre Urabayen del que luego hizo la tesis doctoral. La editorial Tajo
le publicó, previo pago de la edición,
 
un libro de poesía que presentó en la biblioteca de su ciudad. Al acto
asistió su familia en pleno, las amigas de su madre, las mismas que seguían
preguntando “si tu hijo el poeta no tiene novia”, vecinos, compañeros de su padre
y algún despistado que no tenía nada que hacer esa tarde. Al terminar vio que
alguien se acercaba con su libro y que le pedía que se lo dedicara. Por un
momento no acertó ni a quitar la funda del bolígrafo y no sabía qué escribir.
Esa noche tampoco durmió. Terminó la carrera, ganó las oposiciones y le
destinaron a una ciudad
  donde la soledad
le consumía. Publicó ensayos sobre Garcilaso y Campoamor en revistas académicas
que nadie leía, pero que le sirvieron para subir en el escalafón y poder pedir
traslado a su ciudad en donde, después de dar las clases, se reunía en el Café
El Greco con los artistas locales. Escribió en el periódico local, le llamaron
a dar recitales, el cardenal le pidió un soneto en el que cantara el centenario
de la coronación canónica de la patrona de la ciudad. Publicó un libro en una
colección de poesía de la Editorial católica que en Madrid pasó desapercibido.
Se fue haciendo viejo, se fue quedando solo, el piso llenándose de libros,
discos, cuadros, fotografías de extraños, polvo, olor a orines, oscuridad. La
humedad y la soledad columpiándose en la lámpara del comedor oscureciéndolo
todo. Dejó de ir a la capital al café Asturias y a las saunas. Por la noche,
con el agua a punto de desbordarse del pozo de su melancolía, escribía poemas
como quien escribe el último libro. El banquete celebrando la jubilación se llevó
a cabo en un restaurante de pueblo,
 de  esos de “bodas y bautizos”. Un poeta joven que
fue alumno suyo y ahora hacía el papel de “secretario” escribió un soneto para
la ocasión en el que le llamaba maestro, gloria de la ciudad y rimaba el nombre
del poeta
  con armario, osario y
calendario. Encima del plato de entremeses, como un pájaro a punto de volar,
pusieron el soneto que había ilustrado, con un espléndido dibujo, el pintor
oficial de la ciudad (que moriría más tarde en un accidente de coche). Esa
noche tampoco pudo dormir. Le dolía el corazón o eso creía. Un sobrino anunció
en Facebook que su tío había muerto. Durante un día y medio los amigos
lamentaron su perdida, alabaron su bondad y se atrevieron a decir lo buen poeta
que era, aunque nadie se lo creía. Al día siguiente en el periódico local
apareció una necrológica con una foto horrorosa, que de haber habido vida
después de la muerte el poeta hubiera resucitado para pedir que la cambiaran.
Las amigas de su madre, si hubieran estado vivas, hubieran seguido preguntando
si “tu hijo el poeta no tiene novia”. Los libros de poesía firmados por
Aleixandre, Gerardo Diego, Guillen, el “Don Juan” de Azorín firmado por el
maestro, las novelas, también autografiadas de Urabayen, las primeras ediciones
que fue coleccionando durante toda su vida, algunas litografías de Gregorio
Prieto, Dalí y Miró y la mayoría de los libros de los poetas del 50 se los
llevó un chamarilero como quien se lleva piedras. En el funeral un colega del
Instituto leyó un texto que hablaba de la vida del poeta y profesor, desde que
una tarde de verano sentado en el balcón de si casa, su madre mirándole con el
corazón encogido, hasta la noche que se quedó dormido para siempre intentando
poner punto final al último libro de poemas. Al entierro asistieron el concejal
de cultura, el obispo auxiliar y sus sobrinos. Meses después hubo un intento de
poner su nombre a una calle en un barrio de trabajadores, pero el alcalde del
partido opuesto al del poeta, se negó en rotundo.
          Luego
el olvido le convirtió en ceniza. !Si al menos hubiera conocido el amor!

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