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“Cúbrase, don
Manuel”, le decía mi madre al vecino de arriba cuando al verla se quitaba el
sombrero. A nosotros nos llamaba mucho la atención la frase y, a la vez nos
hacía mucha gracia. A mí me parecía algo muy del Siglo de Oro, como si mi madre
fuera un personaje de una comedia de Lope de Vega y don Manuel fuera un
caballero de capa y espada. La frase pasó a la historia de nuestra familia y
todavía la recordamos, aunque el sombrero de don Manuel no tiene cabeza que
cubrir desde hace muchos años. Don Manuel era de Madrid y estaba casado con
doña Ángeles, que había sido monja en el convento de las Salesas. Doña Ángeles
tenía una hermana que se llamaba Mercedes y regentaba un estanco al lado de
casa, en la calle de Santo Tomé que tenía una trastienda donde los principales tertulianos eran
Mercedes, mi madre, Pepita, una amiga de mi madre, la señora Cecilia que tenía
un aljibe, doña Leonor, la hermana de un canónigo
y Habano, el gato. Don Manuel y doña Ángeles eran funcionarios de prisiones y
vivían en el piso de arriba de mi casa. La cárcel toledana estaba en las
afueras, enfrente de la plaza de toros. A mí me parecía muy raro ver a doña
Ángeles vestida de uniforme y como era alta, seria, de andares lentos, el pelo
recogido en un moño, yo la veía muy masculina y distante. Me recordaba a doña
Concepción Arenal, sin saber porqué. Don Manuel era mucho más alegre, tocaba la
guitarra y le gustaba el vino. Las pocas veces que me invitaron a entrar en su
piso me pareció mitad iglesia, mitad prisión, pero tenía “hogar”, una
personalidad, un orden un poco monástico y un poco carcelero: olía a espliego y
la luz que entraba por el mirador era frenada por unas pesadas y gruesas
cortinas rojas. Había santos, cuadros, algunos libros, jarrones con flores
secas, una enorme lámpara, dos sofás y un aparador negro que lo habían hecho
los presos. Y los dos gatos, Azaña y Lapasi, dormitando en los sillones. Cuando
doña Ángeles se puso enferma se la llevaron a casa de Mercedes y cuando se
estaba muriendo, cuenta mi madre que entró el demonio y se le apareció a la
moribunda que gritaba y gesticulaba, los
ojos abiertos, desorbitados, levantando las manos como separando algo que se
acercaba a ella. Lo presenciaron mi madre, Mercedes y una monja de las Siervas
de María, Sor Blanca que cuidaba a la ex monja. Sor Blanca sacó el crucifijo
que llevaba y se lo puso en el pecho a la moribunda y mi madre roció con agua
bendita la habitación y en ese momento el demonio se fue. Cuando mi madre llegó
a casa venía temblando. Se lo contó a mi padre sin que nosotros estuviéramos
presentes. Yo lo supe años después. Mercedes, que no sentía altas simpatías ni
por su hermana ni por su cuñado, comentaba en la trastienda que la visita que
había tenido su hermana a última hora había sido un castigo por haberse salido
de monja y “casarse con ese mamarracho de viejo verde”. Don Manuel se quedó
viudo y solitario. Iba envejeciendo cada día más deprisa. Tenía una prima
hermana en Madrid a la que a veces visitaba. Se jubiló y cada vez le costaba
más caminar. Ya no tocaba la guitarra, olía a orines y a espliego rancio, tenía
telarañas en la mirada y la casa estaba fría, los gatos se habían muerto, el
polvo y el descuido cubrían libros, cuadros, cortinas y la lámpara que ahora
parecía más vieja. Don Manuel se enfermó y la prima hermana venía desde Madrid
de lunes a viernes a cuidarlo hasta que don Manuel se murió. Cuando yo le
preguntaba a mi madre, en los años en que empezaba a dudar de todo lo que nos
habían enseñado un poco a la fuerza, que si de verdad vio al demonio, siempre
me decía que sí, que lo había visto, que sintieron un ruido, algo que entraba
como una nube negra espesa, como un viento cargado de lluvia o fuego, como un
ángel negro. Y siempre terminaba de la misma manera: “Al irse, cuando Sor
Blanca sacó el crucifijo, yo eché el agua bendita y nos pusimos a rezar, el
demonio desapareció. Quedó, eso sí, por toda la habitación un penetrante olor a
azufre”. Llevo ese olor a azufre impregnado toda mi vida en el corazón.
Manuel”, le decía mi madre al vecino de arriba cuando al verla se quitaba el
sombrero. A nosotros nos llamaba mucho la atención la frase y, a la vez nos
hacía mucha gracia. A mí me parecía algo muy del Siglo de Oro, como si mi madre
fuera un personaje de una comedia de Lope de Vega y don Manuel fuera un
caballero de capa y espada. La frase pasó a la historia de nuestra familia y
todavía la recordamos, aunque el sombrero de don Manuel no tiene cabeza que
cubrir desde hace muchos años. Don Manuel era de Madrid y estaba casado con
doña Ángeles, que había sido monja en el convento de las Salesas. Doña Ángeles
tenía una hermana que se llamaba Mercedes y regentaba un estanco al lado de
casa, en la calle de Santo Tomé que tenía una trastienda donde los principales tertulianos eran
Mercedes, mi madre, Pepita, una amiga de mi madre, la señora Cecilia que tenía
un aljibe, doña Leonor, la hermana de un canónigo
y Habano, el gato. Don Manuel y doña Ángeles eran funcionarios de prisiones y
vivían en el piso de arriba de mi casa. La cárcel toledana estaba en las
afueras, enfrente de la plaza de toros. A mí me parecía muy raro ver a doña
Ángeles vestida de uniforme y como era alta, seria, de andares lentos, el pelo
recogido en un moño, yo la veía muy masculina y distante. Me recordaba a doña
Concepción Arenal, sin saber porqué. Don Manuel era mucho más alegre, tocaba la
guitarra y le gustaba el vino. Las pocas veces que me invitaron a entrar en su
piso me pareció mitad iglesia, mitad prisión, pero tenía “hogar”, una
personalidad, un orden un poco monástico y un poco carcelero: olía a espliego y
la luz que entraba por el mirador era frenada por unas pesadas y gruesas
cortinas rojas. Había santos, cuadros, algunos libros, jarrones con flores
secas, una enorme lámpara, dos sofás y un aparador negro que lo habían hecho
los presos. Y los dos gatos, Azaña y Lapasi, dormitando en los sillones. Cuando
doña Ángeles se puso enferma se la llevaron a casa de Mercedes y cuando se
estaba muriendo, cuenta mi madre que entró el demonio y se le apareció a la
moribunda que gritaba y gesticulaba, los
ojos abiertos, desorbitados, levantando las manos como separando algo que se
acercaba a ella. Lo presenciaron mi madre, Mercedes y una monja de las Siervas
de María, Sor Blanca que cuidaba a la ex monja. Sor Blanca sacó el crucifijo
que llevaba y se lo puso en el pecho a la moribunda y mi madre roció con agua
bendita la habitación y en ese momento el demonio se fue. Cuando mi madre llegó
a casa venía temblando. Se lo contó a mi padre sin que nosotros estuviéramos
presentes. Yo lo supe años después. Mercedes, que no sentía altas simpatías ni
por su hermana ni por su cuñado, comentaba en la trastienda que la visita que
había tenido su hermana a última hora había sido un castigo por haberse salido
de monja y “casarse con ese mamarracho de viejo verde”. Don Manuel se quedó
viudo y solitario. Iba envejeciendo cada día más deprisa. Tenía una prima
hermana en Madrid a la que a veces visitaba. Se jubiló y cada vez le costaba
más caminar. Ya no tocaba la guitarra, olía a orines y a espliego rancio, tenía
telarañas en la mirada y la casa estaba fría, los gatos se habían muerto, el
polvo y el descuido cubrían libros, cuadros, cortinas y la lámpara que ahora
parecía más vieja. Don Manuel se enfermó y la prima hermana venía desde Madrid
de lunes a viernes a cuidarlo hasta que don Manuel se murió. Cuando yo le
preguntaba a mi madre, en los años en que empezaba a dudar de todo lo que nos
habían enseñado un poco a la fuerza, que si de verdad vio al demonio, siempre
me decía que sí, que lo había visto, que sintieron un ruido, algo que entraba
como una nube negra espesa, como un viento cargado de lluvia o fuego, como un
ángel negro. Y siempre terminaba de la misma manera: “Al irse, cuando Sor
Blanca sacó el crucifijo, yo eché el agua bendita y nos pusimos a rezar, el
demonio desapareció. Quedó, eso sí, por toda la habitación un penetrante olor a
azufre”. Llevo ese olor a azufre impregnado toda mi vida en el corazón.
Por fortuna, también el olor a azufre y la estela de cualquier demonio es perecedera, una huella en el agua de la memoria. Abrazos, poeta.
Una huella en el agua de la memoria… Muchas gracias, amigo, por tus palabras. Un abrazo.